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El Código

LA TORMENTA


I

Un trueno lo despertó en plena noche. Un fragor súbito y poderoso, cuyo evanescente crepitar continuó reverberando en las alturas durante largos y lentos segundos. Luego, como si en los cielos alguien hubiera abierto una secreta compuerta, una lluvia pesada e intensa se desplomó sobre el valle. El mundo se llenó del apabullante sonido de las gotas castigando ramas, hojas, árboles y tejados.
Emil estaba acostado en su lecho, mirando la desvencijada pared de madera. Vivían en lo profundo del bosque, rodeados de altos pinos centenarios, en una pequeña choza que su padre había construido. Palabras graves hacían vibrar el aire de la única estancia: las voces de dos leñadores recios, curtidos por lo sacrificado de su oficio. Uno de ellos era Gorgon, su padre. El otro era Khar, su padrino. Emil se giró en la cama, lentamente, suspirando. Jugando, fingió estar dormido para escucharlos hablar sin que ellos lo supieran.
—No te pido que dejes de decir lo que piensas —dijo Khar—, sino que tengas cuidado al respecto de dónde y a quién se lo dices. Tu oposición a los impuestos reales está poniendo nerviosos a los nobles.
—¿Nobles? Me haces reír. En las ciudades hay nobles. En Gema, en Viña, en Aïya. En la capital, pululando como cuervos en torno al trono del rey Osvar. Los de aquí, no son nobles. Son sólo leñadores ricos que olvidaron su procedencia.
»Además, sabes muy bien que yo no estoy en contra de los impuestos, hombre. Mi suegro era cobrador de impuestos, ¿recuerdas? Comprendo que son un mal necesario. El rey debe mantener los caminos, equipar sus ejércitos, pagarles a los funcionarios por las tareas que realizan. Pero este último edicto que nos han bajado desde la corte es un ultraje. A la mitad de la gente de la aldea esto los hundirá en la miseria.
—Sabes que pienso lo mismo que tú —dijo Khar—. La diferencia, hermano es que yo no lo digo. Me quedo callado. Y te aconsejo que empieces a hacer lo mismo, o no tardarás en terminar encerrado en uno de los calabozos de la capital. O en la horca, por sedición.
—No se atreverían a tanto. Si quisieran matar a cada persona que piensa como yo, tendrían que masacrar a todo el reino. ¿En qué está pensando Osvar?
El padrino de Emil se encogió de hombros.
—Dicen que se prepara para ir a la guerra —respondió. —Aparentemente, el duque de la bahía ha estado hablando sobre autonomía e independencia.
—Si intentan una leva forzosa habrá resistencia —dijo Gorgon—. Nadie ama lo suficiente a este rey como para arriesgar por él la vida.
Otro trueno estalló en el cielo. Se oyó cercano, brutal… ominoso.
Gorgon se puso de pie. La choza no tenía ventanas, así que el hombre caminó hasta la puerta y la abrió. Delante de él caía una pesada cortina de agua. El suelo parecía hervir bajo la lluvia que se arremolinaba en el suelo, arrastrando amarillentas agujas de pino muertas.
Gorgon se quedó allí estoico, evaluando la situación, a pesar de que el agua lo salpicaba. Khar se puso de pie y se acercó. Miró hacia afuera por encima del hombro de su amigo.
—Si sigue lloviendo así, el río no tardará en desbordarse —comentó Khar.
—Sí, llueve demasiado. Cogeremos lo indispensable e iremos a la taberna de Zidar.
—¿A esta hora? ¿Nos recibirá?
—Sí, nos recibirá. Nos recibirá a todos. Vamos.

En el momento en que aquel espantoso trueno sacaba de su sueño a Emil, Zidar se encontraba en el segundo sótano su taberna. Frente a él se alzaba una sólida puerta de acero, de un palmo de ancho. Tenía dos enormes cerraduras, una encima de la otra. En el lugar donde debería haber estado la mirilla, mostraba un símbolo dorado, incrustado en la superficie argéntea: λ.
El anciano se mesaba la barba mientras, entre penumbras, observaba aquella marca áurea. Fue entonces cuando escuchó los atolondrados pasos de Zarín, su hijo, bajando por la escalera que daba al nivel superior, es decir, al primer subsuelo.
—¿Te despertó el trueno, hijo? —preguntó Zidar.
Zarín se asomó por la trampilla. Sabía que no tenía permitido descender al nivel en el que se encontraba su padre.
—Sí. Me asusté —dijo el muchacho.
Tenía la boca abierta, e hilos de baba colgaban de ella. Su mirada estaba nublada y perdida.
—Ya subo, hijo —dijo Zidar.
Echó una última mirada a la puerta de metal antes de trepar por la escalera de cuerda que pendía de la trampilla. Luego de subir, recogió la escalera, la plegó, y la escondió detrás de una enorme caja de madera. Cerró la trampilla y colocó sobre ésta un tapete para ocultarla.
—Tendremos que empezar a prepararnos —dijo el anciano mientras se detenía a escuchar el repiquetear de la lluvia en el exterior—. Si sigue lloviendo así, pronto comenzará a llegar gente.
Miró a su hijo, que lo observaba en silencio, sentado en el último peldaño de la escalera caracol que bajaba desde la cocina. Seguía con la boca abierta y la mirada perdida. Zidar observó la cicatriz que le atravesaba el lado derecho de la cara y que, oculta por sus cabellos, se internaba sobre el cráneo hasta llegar casi hasta la nuca. Volvió a sentir lo mismo que sentía siempre cuando la veía: que el estómago se le encogía y la garganta se le anudaba. Cuando tenía sólo tres años, a Zarín por poco le había destrozado la cabeza un caballo enfurecido. Se había recuperado por puro milagro, pero nunca había vuelto a ser el mismo. Ahora, ya en la edad en que otro hombre debería estar pensando en buscar una mujer para casarse, Zarín apenas si podía atarse solo los cordones de los zapatos.
Zidar se le acercó y abrazó a su hijo. Éste le respondió el abrazo. No por primera vez, el anciano pensó que, al menos, ésa era una pequeña bendición en medio de lo que su muchacho había sufrido: sí, no podía arreglárselas sin ayuda, pero tampoco rehuía, como hubiera hecho quizás otro hombre de su edad, del amor de los demás. Siempre sonreía cuando lo veía llegar. Siempre obedecía lo que uno le mandara.
Y siempre, inexorablemente, decía la verdad.

—Emil, hijo, despierta —dijo Gorgon.
El niño fingió despertarse. Abrió los ojos lentamente y se desperezó.
—Toma tu morral, pon dentro algo de ropa y comida, y vístete. Tenemos que irnos.
Emil frunció el ceño.
—Pero llueve —dijo.
—Hazme caso y prepárate —fue todo lo que Gorgon le contestó.
Los tres se pusieron a la tarea de inmediato. Mientras Emil llenaba su morral, Khar y Gorgon pusieron arriba de los muebles las vasijas y canastos que estaban distribuidos por la casa, para ponerlos a salvo por si entraba el agua. Llenaron bolsas viejas de tela con comida y ropa. Cogieron de un rincón sus hachas, y se las encajaron en el cinturón. Luego, tomaron todo aquello que podían cargar con comodidad, buscaron unos trozos de cuero sin curtir para protegerse medianamente de la lluvia, y salieron a enfrentar el temporal.
La tormenta castigaba con fuerza el valle. El bosque se había llenado de riachos que discurrían entre sus pies arrastrando trozos de tierra, ramas, y hojas muertas. La lluvia les golpeaba el rostro y no podían ver nada. El intenso viento los calaba hasta los huesos. Las ráfagas, brutales, por poco no los dejaban caminar. Cuando vio que el esfuerzo iba a ser demasiado para Emil, Gorgon le tendió una de sus bolsas a Khar y lo cogió en brazos.
Caminando por el bosque de noche, y en lo peor del arreciar del temporal, tardaron casi media hora en llegar a la taberna.

Construida con gruesas vigas de roble, rocas, y mampostería, la taberna y hostería de Zidar era el edificio más grande y sólido del valle, después del templo. Estaba erigida sobre una alta colina, dominando la aldea. Sólo en el salón principal, el local podía recibir a cien personas sentadas. Corridas las mesas y las sillas, había lugar para quinientas.
Tanto el dueño del lugar como su hijo estaban en la entrada, recibiendo a la gente. Para cuando Gorgon, Khar, y Emil llegaron, empapados y cubiertos de barro, ya había otras tres familias reunidas allí.
—Gracias por recibirnos —gritó Gorgon para superar el fragor de la tormenta, mientras dejaba a Emil en el suelo—. Dinos en qué ayudamos, vendrán más.
—Amontonad sillas y mesas —gritó a su vez Zidar—. Haced lugar.
Khar y Gorgon entraron a la taberna, arrojaron contra un rincón lo que llevaban, y comenzaron a mover los muebles. Emil se quedó un instante junto a Zidar, mirando la aldea de Pinar del Valle que se extendía bajo sus pies. Decenas de personas avanzaban hacia allí bajo la tormenta. A pesar de ser de noche, y de lo intenso del temporal, Emil adivinaba sus figuras grises caminando con dificultad entre el barro, miserables y castigadas por la furia de los elementos.
Parecían espectros.

A unos metros de allí, otro par de ojos observaban los esfuerzos de los aldeanos por buscar refugio. Veían el río crecer y anegar los campos a la intermitente luz de los relámpagos. Veían las copas de los árboles mecerse al viento como si las aporreara un gigante invisible.
Al hombre al que pertenecían aquellos ojos, grises y fríos, el ardor de un odio profundo comenzaba a quemarle las entrañas.
Cerró los pesados postigos de madera y fue a la habitación contigua a buscar a su padre, el alcalde. Éste estaba inclinado sobre un viejo libro, tratando de descifrar la intrincada caligrafía del monje que lo había traducido, a la luz de una vela moribunda. Tenía el cabello cano y ralo, el cuerpo débil, y la espalda encorvada. Se protegía del frío de la noche con una pesada manta que le cubría los hombros. Cuando su hijo entró en el cuarto, levantó sus cansados ojos azules y, al mirarlo, no pudo evitar que se le escapara un gesto de fastidio.
Henos, su caprichoso vástago, era presa de otra de sus famosas rabietas.
—Debemos ir a la taberna ahora mismo, padre —dijo el joven. Su cabello lacio y negro como ala de cuervo le caía sobre los ojos en mechones agudos como púas. Era alto, delgado, desgarbado. Convulsionaba por la violencia de su furia contenida. —Ahora mismo. No podemos perder ni un segundo más. Se están reuniendo, ¿entiendes? Sin nosotros. No podemos permitir que estén reunidos sin nosotros. Debemos estar allí. Controlar la situación.
—Ven, hijo, siéntate —dijo el alcalde—. Cálmate y cuéntame qué es lo que te preocupa.
De mala gana, Henos se sentó. Se mordisqueaba el labio, y no paraba de estrujarse las manos.
—Sabes qué es lo que me preocupa. Me preocupa Gorgon. Me preocupa Khar, su perrito faldero. Me preocupa que la gente habla de él, que lo admiran, que le obedecen. Esta es la oportunidad ideal para él, ¿no lo ves? Logrará tener a la aldea entera reunida allí, para llenarles las cabezas con sus ideas pérfidas. Debemos hacer algo, padre.
—Hablas como si un humilde leñador tuviera el poder necesario como para levantar un temporal semejante.
—No. Sólo digo que, estando el temporal aquí, Gorgon no dudará en aprovecharlo.
El alcalde, sin darse cuenta, se llevó las manos al cuello y comenzó a jugar con un dije que llevaba colgando de una cadenita de plata. Era una estrella de ocho puntas: su insignia como representante del poder del rey en la región.
—¿Aprovecharlo cómo, hijo? ¿Cuáles son esas ideas pérfidas a las que tanto temes?
Henos le dedicó una mirada torcida y hostil.
—Ya lo sabes bien.
Se levantó, y comenzó a caminar por la estancia con pasos largos y pesados. Parecía un león enjaulado.
—Gorgon ha estado hablando en contra del aumento de impuestos. Se ríe de nuestros títulos. Dice que no somos nobles de verdad, mina todo el tiempo nuestra autoridad.
—Bueno —dijo el alcalde—, tu tátara abuela y el rey comparten un vínculo de sangre muy débil; pero, por lo demás, Gorgon tiene razón. Tras años y años de heredar un cargo político y cobrar una renta por parte de la corona nuestra familia ha mejorado su situación económica… pero mis antepasados, eran leñadores. La gente nos llama nobles porque sienten que es lo adecuado, pero yo sólo soy un funcionario.
Henos apoyó los puños sobre el escritorio de su padre y le espetó en la cara:
—¡No me interesa! ¡Así fuera que mis tátara abuelos fueron criadores de cerdos, la autoridad es nuestra! ¡La gente no debería escuchar a Gorgon, deberían escucharme a mí! ¡Yo soy tu heredero!
—Con eso no alcanza, hijo —dijo, pacientemente, el alcalde. —Los títulos, cargos y juramentos son sólo papeles y palabras que se las lleva el viento. La única realidad para esta gente es que, hoy por hoy, apenas si pueden sobrevivir con lo que ganan por su trabajo honesto y, encima, el rey viene a pedirles más dinero a cambio de no darles nada. Es la receta de un desastre.
—¡Les da protección! —estalló Henos. —¡El duque de la bahía quiere iniciar una revolución, es un traidor! Osvar no puede quedarse de brazos cruzados y permitir que cualquier idiota con ansias de poder desmembre el reino.
El alcalde, fastidiado, sólo levantó una mano. Henos se enredó en sus propias palabras, le falló el ánimo, e hizo silencio.
—El duque de la bahía viene pidiendo audiencias con el rey hace meses, que no han sido otorgadas. La región viene presentando quejas hace años, que siempre son desoídas. A pesar de que son las naves del sur las que le permiten mantener a raya a sus súbditos de ultramar y asegurarse el cobro de sus tributos anuales, Osvar los desprecia. Pero, lo peor de todo hijo, es que el rey no comprende que hay ciertos cambios que son inevitables. Nada dura para siempre. Sus opciones son: o permitir que esos cambios se den de forma pacífica, a través de los caminos de la diplomacia; o forzar enfrentamientos armados sucesivos, hasta que finalmente se conquisten a través de la violencia.
—O, usar bien sus ejércitos y aniquilarlos —dijo Henos—. Matar a cada idiota que se atreva a desafiarlo y arrasar sus tierras. Colgar sus cadáveres de las murallas, como recordatorio de qué le sucede a quienes osen enfrentarlo. Ejecutarlos de manera pública, dolorosa y lenta, para que cualquiera que tenga alguna vez una idea similar se paralice de miedo ante la posibilidad de ser sometido a un castigo semejante y no pueda ni siquiera susurrarla en sueños.
—¿Así es como piensas que deberíamos tratar nosotros a Gorgon, hijo?
—Sabes bien que sí —dijo Henos, mientras otro trueno estallaba allá lejos, en las alturas.