Cerca de mi casa hay una plaza. Es más bien un terreno baldío, propiedad del gobierno. No tiene juegos, ni es demasiado grande: ocupa a penas un cuarto de manzana. En ella los yuyos suelen estar altos en la periferia y ausentes en el centro, donde los constantes picaditos de los pibes del barrio han dejado sólo una extensión yerma de tierra negra y compacta. Cerca de uno de los límites que da a la calle hay unos viejos canteros de cemento y ladrillo que fueron en buena parte destruidos por años de vandalidades anónimas y por la desatención de las autoridades. Sin embargo, uno de ellos se sostiene lo suficiente como para dar asiento al peregrino. Cubre el lugar la sombra de uno de los árboles y el sitio es bastante acogedor. Allí solía estar sentado el viejo López.