Hébel estaba cansado. Había estado cazando todo el día, pero sólo había conseguido atrapar a un conejo flaco y con poca carne, quizás —en años de conejo—, tan viejo como él. Sus cinco décadas de vida lo habían debilitado. Ya no podía empuñar la lanza con fuerza ni arrojar las boleadoras. Cazaba con la honda y a veces ponía trampas, pero su habilidad para construirlas dejaba mucho que desear. La que había sido hábil con las manos era su madre. Sabía trenzar cuerdas finas pero fuertes, hacer adornos con huesos y caparazones, y construir trampas mortales y certeras. En eso, Hébel no se le parecía en nada. Nunca se había tomado el tiempo necesario como para perfeccionar las artes manuales: él era un cazador, un guerrero. Si le hubieran dado a escoger entre tener que trenzar una cuerda o enfrentar solo a un oso en su propia cueva, hubiera escogido siempre lo segundo.