Es el bosque más viejo del mundo, pero nadie lo sabe. Ha sobrevivido durante millones de años, renovándose generación tras generación, manteniendo aquella región del planeta siempre bajo su sempiterna penumbra. Nunca ningún hombre ha entrado allí, no hay senderos que arruinen su verde uniformidad de troncos altos y helechos bajos. En el centro de aquella arboleda, oculta para siempre de los ojos sensibles de la humanidad, hay una roca que hace eones talló el viento y que ahora, protegida por el manto el bosque, permanece para siempre inalterada.
Su forma es la expresión exacta del amor.
En una noche de invierno, un hombre solitario permanecía quieto y triste, sentado en el suelo, con los ojos abiertos en la oscuridad. Había leído en algún lado que la actitud natural del hombre ante la penumbra es la de cerrar los ojos, pero no le importaba. Escuchó que las campanas de una iglesia empezaban a dar las doce y le pareció entrever unos ojos rojos entre las sombras, pero no cerró los párpados. Siguió mirando, mientras que, campanazo tras campanazo, se formaba la sonrisa, los cuernos y finalmente la cara del Diablo.
Cuando sonó la última campanada, Lucifer se lo llevó.
Cerca de la orilla de una laguna perdida en medio de la Pampa, había una casa abandonada. Sobre sus blancas paredes manchadas de hollín, hacía tiempo ya que no había techo alguno. Eventuales peregrinos que se refugiaron en las ruinas habían dejado el rastro de sus fogatas en el suelo e inscripciones obscenas en las paredes. En un rincón de la vacía estancia, ignorada a través de los años, insospechada para los hombres del mundo, había una rosa. Aquella flor perfecta, bella como ninguna, es el Alma de la Creación. El día que alguien la corte, se apagará el Sol.
Eso si antes no se marchita sola.
El mar se alejaba hacia el horizonte con la tersa pasividad del metal fundido, con la brillante fluidez de un espejo de plata. En la hora del crepúsculo, el silencio abrumador que se abatía sobre el mundo dejaba a los hombres sin respiración. La belleza, en la más pura de sus formas, se manifestaba en esa conjunción mágica que hacían un cielo pintado por la mano de Dios y un océano inmóvil como el cristal. En ese momento, mirando a los ojos de la Eternidad, estuve seguro de que te amaba.
Pero ya te había perdido.
La solemnidad histórica del momento lo aterraba al punto de impedirle toda capacidad de razonamiento. No era para menos. Él, entre todos los hombres que habitaban, habitaron y habitarán el mundo, entre todas las naciones y pueblos, sería el primero en entrar en contacto con una especie de otro planeta. Sólo una cámara, operada a control remoto desde la Tierra, lo acompañaba. Todas las estaciones de televisión del mundo reproducían sus imágenes.
La nave se abrió y el ser bajó de ella. Se acercó con paso familiar y sólo cuando lo tenía a un metro de distancia se dio cuenta.
El Otro era él mismo.
El precipicio lo atraía más que aterrarlo. Parado en aquella cornisa del vigésimo piso, pensó en la Muerte. Trató de imaginarse la idea de no ser, de que todo se acabara y no pudo. Supo que por eso existían las religiones.
En el cielo, una luz extraña brilló de pronto. Como si se cayera un ángel, como si se desprendiera una estrella, aquel fulgor creció cada vez más, hasta incendiar todo el cielo. Tarde se dio cuenta de que el meteorito le caería encima. Ya que quedarse allí o saltar era lo mismo, quiso saber lo que era volar, aunque fuera sólo un rato.
Me contó su ángel que valió la pena.
Todas las golondrinas, las flores y la escarcha. Cada pozo sobre la luna y cada imagen efímera que alguna vez formó la espuma. Los extraños fulgores que el atardecer le arranca al mundo y que yo miraba de chico, sentado en el techo de mi casa. Las líneas que se descubren en los ojos de la gente cuando los mirás tan de cerca como para darles un beso. La nube que se posa sobre la tierra y forma paredes de niebla. El rostro que a María le imaginó en su Piedad la mano de Miguel Ángel.
Yo creía que todas esas cosas eran la Belleza, hasta que te conocí.
Una noche me despertó un ángel. En el fondo de sus ojos brillaban las luces de galaxias lejanas. Me dijo que, por algún problema en la economía de sacrificios y milagros entre la Tierra y el Cielo, Dios necesitaba que alguien retomara el holocausto interrumpido de Abraham y accediera a matar a su hijo a cambio de la Salvación de todos. Amo tanto a mi hijo que podría condenar al mundo por él, pero decidí ocultar mi egoísmo y le dije que eso era imposible, porque Jesús ya había pagado con su muerte todas las ofensas de la humanidad.
Entonces a Mandinga se le cayó el disfraz y salió corriendo.
Mientras amanecía, agotado ya de una soledad que lo venía agobiando durante más de quince inviernos, Jeremías pegó un grito en el que se fueron todas sus fuerzas. Su esperanza era que alguien lo oyera y se acercara, pero no había una sola alma por allí, al menos hasta donde alcanzaba la vista. Esperó sin comer ni beber a que alguien viniera a buscarlo, aunque sólo acudiera la muerte. Estaba tan decidido a morir que no le tomó más de un día.
Ya en el Cielo se acercó a Dios y le dijo:
– ¿Por qué no mandó a nadie?
Dios lo miró a los ojos y le respondió:
– No hacía falta. Yo estuve ahí, todo el tiempo.