Por supuesto que traje el mate. El mate, y la reposera. Tenés que ver cómo me mira la gente. Es un viaje de dos horas en colectivo hasta acá. Y ahí estoy yo, sentada en el último asiento de la fila, con el equipo de mate en una canasta de mimbre, y la reposera chiquita. Casi siempre me cruzo con las mismas personas, ¿sabés? Y siempre me dan lástima, porque yo vengo hasta acá a verte a vos, pero me parece que la mayoría de los que me cruzo, un domingo a esta hora, en el colectivo, están yendo a trabajar. Y pienso: «¡Qué pena tener que trabajar tan temprano un domingo!». Pero bueno, supongo que cada uno tiene que hacer lo que le toca, ¿o no? Nosotros también tuvimos nuestras épocas de sacrificios. Como cuando vos llegabas de la fábrica a las siete de la mañana, con las manos negras de trabajar y yo ya estaba ahí, levantada, con el mate listo arriba de la mesa, esperándote. Era lindo disfrutar juntos de ese momento del día. Ver cómo el sol se levantaba de a poco, escuchar los gorriones que se iban despertando, hablar un rato de cómo iban las cosas en tu trabajo y en el mío. Hasta que vos te levantabas para ir a meterte en la ducha, y yo agarraba mis cosas y salía. Y me pasaba todo el día en la calle, de colectivo en colectivo, de barrio en barrio, limpiando casas hermosas en las que nunca íbamos a poder vivir vos y yo; y ordenando juguetes. Esa parte me dolía, ¿sabés? Te lo digo sinceramente: me dolía que vos no pudieras tener hijos. Pero, por otro lado, creo que fue mejor porque, si hubiéramos tenido hijos, ¿quién los criaba? Con tus horarios y los míos, hubiera sido imposible. Y durante todas esas horas, mientras fregaba pisos y repasaba vidrios, lo que más quería era volverme a casa. Y cuando llegaba, ya de noche cerrada, vos estabas ahí, esperándome a mí con el mate listo, y con alguna factura o unos bizcochos o algo así. ¿Y sabés qué me puse a pensar? Que no me acuerdo un momento en el que hayamos estado conversando, vos y yo, y que no hubiera un mate de por medio. A la mañana cebaba yo, y a la tarde lo hacías vos, y esos días rarísimos que nos coincidían los francos y nos íbamos caminando hasta la plaza que está enfrente de la parroquia y a vos te apenaba ver cómo a mí se me iba la vista detrás de los nenes, mientras pensaba que nosotros nunca íbamos a tener uno nuestro, siempre llevábamos el mate. Y el agua caliente era lo que determinaba la duración de la salida, ¿o no? Porque nos sentábamos, y empezábamos a cebar, y apenas se terminaba el agua nos mirábamos y nos íbamos. Y hoy a la mañana, mientras preparaba todo para venir acá, me angustié mucho. Me pareció que todo era absurdo, y que no tenía sentido, ¿sabés? Todo el sacrificio que hicimos… ¿para qué? Sí, compramos el terreno, construimos la casa, ¿y ahora? ¿Quién se la queda? Nadie. Está ahí: todos esos días rompiéndonos la espalda para convertir las horas en ladrillos y ahora, cuando yo no esté, va a ser lo mismo que nada. Y esto que estoy haciendo, tampoco tiene sentido, ¿o no? Yo te quise con toda el alma, pero no sé. No sé si vos me estás escuchando, y no sé si es de persona cuerda hacer lo que estoy haciendo. ¿Quién se levanta a las seis de la mañana un domingo para cruzarse toda la ciudad hasta la otra punta con su reposera, para venir a sentarse a tomar mate entre las tumbas, en un cementerio?