El viento invernal arreciaba. El aire parecía estar habitado por diminutas dagas de hielo, inquietas como un enjambre enfurecido. La vieja taberna al borde del lago recibía de lleno el embate del temporal. Las olas llenaban la noche de bramidos.
A pesar del frío, dos muchachos se asomaban a una de las ventanas, sosteniendo los viejos postigos de madera con esfuerzo para que el viento no los abriera del todo. Miraban hacia el norte, siguiendo la costa del lago, en dirección al viejo templo de piedras negras cuya memoria ya casi se había perdido para siempre.
—Te digo que hay alguien allí —dijo uno de ellos. —Hay luz en una de las ventanas.
—¿Quién se quedaría en ese lugar abandonado, en medio de este clima, soportando el frío entre esas viejas piedras? —respondió el otro, sólo por controvertir. La verdad, es que el tema no le importaba.
—Nadie sabe su nombre —dijo el primero. —Podría ser Jane Doe. Jenny. Dile como quieras.
—Jenny of Oldstones —dijo el segundo.
Se quedaron en silencio. El tabernero —un hombre alto y pelirrojo, de barba tupida como la de un enano y espaldas anchas como las de un buey— se les acercó.
—Dejen de decir estupideces —les advirtió.
Los muchachos no supieron qué responder. Sólo se quedaron mirándolo y, luego, cerraron el postigo.
—Difícil que respeten lo que no conocen —dijo un anciano que estaba allí, y el tabernero decidió que tenía razón.
—Sí —le dijo. —Hay alguien en el viejo templo del Desconocido. Es una sacerdotisa, llamada Astra. Habita allí hace mucho tiempo, desde antes de que yo naciera. Sostiene encendida una llama que ya nadie mira, pero ese es su destino.
—Hablas de ella con reverencia —notó uno de los muchachos, el que en principio estaba menos interesado.
—Merece nuestra reverencia —dijo el tabernero con firmeza— y nuestro agradecimiento. Astra fue una de las heroínas que, junto al enano Sardo, la hechicera Atya, el joven gólem llamado Etuá, un mediano llamado Elton y un hombre conocido como Khefos, salvaron el mundo. Contra toda posibilidad de éxito, ellos viajaron a un pasado remoto e inimaginable y derrotaron a los enemigos de la humanidad antes de que éstos pudieran convertirse en una verdadera amenaza. Todos les debemos nuestra existencia.
—¿Y eso cómo lo sabes? —preguntó el otro muchacho.
—Hace un tiempo pasó por aquí un enano, muy anciano. Debía tener ya más de quinientos años de edad. Toda su barba y cabellos estaban blancos como la nieve. Le di comida y refugio, y le pregunté a dónde iba, ya que casi nadie pasa por aquí camino al norte. Me contó que iba a darle una última visita a una vieja amiga antes de que la Muerte se lo llevara. Supe entonces que se trataba de Sardo, quien con Astra eran los únicos supervivientes de aquella compañía de héroes. Me ofrecí a acompañarlo el resto del viaje, lo que aceptó gustoso. En el camino me contó su historia, que resultó bastante parecida a la que mi padre me había contado a mí, y a la que él había escuchado de boca de su propio padre. Llegamos al templo del Desconocido, al lugar que ustedes llaman «Oldstones» cuando moría la tarde.
»Sardo entró solo, pero me atreví a espiar por una de las ventanas. Vi cómo Astra lo recibía con un gran abrazo. Se sentaron en el piso, mientras la noche se cerraba, y parecía que estaban charlando junto a la lumbre de un campamento. Y de pronto vi que en verdad era así: el espíritu de una llama apareció frente a ellos, y unas sombras se materializaron a su alrededor. Allí estaban de nuevo, los viejos amigos reunidos: la hechicera, el enano, el ladrón, el guerrero, la sacerdotisa y el enano, compartiendo una última noche de vigilia, como lo hicieran miles de veces en aquel remoto pasado que sólo ellos recuerdan. Intenté escuchar, pero estaba muy lejos, y en algún momento me quedé dormido. Soñé, o vi entre sueños, que el polvo de huesos que rodea al templo se agitaba y me pareció que unas sombras se alzaban desde el piso. Alguna fuerza me llevó en andas y me desperté al amanecer en una habitación caliente, en un lecho cómodo. Sardo estaba esperándome para partir. A Astra no la vi bajo la luz del día.
»Volvimos aquí, a la taberna. Sardo estaba muy débil para entonces, y el viaje nos tomó todo el día. Esa noche le di refugio, pero cuando fui a levantarlo al amanecer, vi que su espíritu ya lo había abandonado. El viejo guerrero, el reverenciado héroe, murió en paz mientras dormía.
»Cargué su cuerpo en mis brazos, y volví hacia el templo. A medida que caminaba por el Gólgota pude sentir presencias que se agitaban, almas que le daban la bienvenida al héroe. Astra salió a recibirme, e hizo que los espíritus que le sirven se ocuparan de mi carga. Se llevaron el cuerpo del enano y me despidieron, sin decirme una palabra.
»Me quedé allí, esperando. Por la noche, volví a ver que la escena se repetía: una luz que recordaba a la fogata de un campamento apareció y las sombras se colocaron a su alrededor, a recordar viejas historias. Sólo Astra estaba allí en carne y hueso, los demás eran viejos recuerdos invocados por la fuerza de la voluntad de la sacerdotisa. Esa vez, no me quedé toda la noche. La dejé allí, con sus fantasmas, porque me pareció que ella estaba a gusto.
—¿Qué será de ella? —preguntó uno de los muchachos.
—Nadie lo sabe. No puede trascender a las tierras imperecederas como lo hacen los elfos, la raza de su padre. Tampoco puede recibir el regalo de la mortalidad, como lo hacemos los hombres. El trato que ella tiene con la Muerte, sólo lo conoce ella y nadie más.
»Hay quienes dicen que la humanidad volverá a necesitarla. Que habrá un gran enfrentamiento, y que en esa conflagración los muertos deberán regresar a este plano a prestarle asistencia a los vivos. Astra será, supuestamente, quien los dirija en esa batalla. Pero, hasta donde yo sé, sólo son rumores.
Allí terminó la charla, pues era tarde y todos necesitaban ya irse a dormir. Unos minutos más tarde, mientras el temporal arreciaba y al viento se le sumaba una lluvia congelada, el primer muchacho en hablar, el que no podía dejar de pensar en Jenny of Oldstones —o Astra, como le decía el tabernero— volvió a espiar entre las rendijas de los postigos de madera en dirección al templo.
Allí había una luz, como si alguien atravesara una vigilia, esperando alguna inminente conflagración.
Esa noche, el muchacho soñó con una enorme batalla en la que el mundo se rompía y empezaba de nuevo y una arquera semielfa rodeada de sombras enfurecidas estaba allí, liderando la victoria de la luz enfrentada con las sombras.