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Escorpiones

Cuentan que hubo una vez una rana que, por esos designios malditos del Destino, se halló de pronto en la orilla de un río con un malévolo escorpión al lado. Ya en ese punto, empieza a sonar rara la historia. Todos sabemos cómo son los escorpiones, y hasta qué punto es para ellos irresistible el impulso de clavarle el aguijón a cuanto bicho se mueva por delante. ¿Por qué la rana no huyó, cuando vio que tenía a aquel instrumento de destrucción tan cerca?

Quizás la rana pecó de lo mismo que pecamos todos los ingenuos: de la idea de que, con nosotros, serán diferentes. Pasa mucho. Mucho más de lo que nos atrevemos a admitir.

Personas que pretenden que, quien fue infiel para darles amor a ellos, sea luego fiel con ellos. Quienes ven a un estafador estafar mil veces, e igual creen en su palabra. Quien acepta el compromiso de un golpeador de no pegar más, de un bebedor de no beber más, de un imbécil con complejo de héroe de no ayudar más. Nos engañamos a nosotros mismos todo el tiempo, y buscamos excusas para creer en los demás. La rana, en ese sentido, no es diferente a nosotros. La ingenua hace fuerza por creer en lo increíble. Y la ingenuidad es un pecado también. El camino al Infierno está alfombrado de buenas intenciones.

Así que la rana no huye, y el escorpión le pide que lo ayude a cruzar el río. Un caradura. Pero bueno, ser caradura también está en su naturaleza, porque el escorpión, además de ser un picador serial, también es adicto al autoengaño. Como el bebedor, el golpeador, el héroe-mártir y todos los demás. Él está convencido de que puede cambiar. Se lo repite todo el tiempo. Es de esos tipos que dicen que el lunes arrancan el gimnasio, que mañana la van a llamar por fin a la madre y a hacer las paces con ella. Su filosofía de vida se basa en la supresión casi absoluta de la autocrítica y en el autoengaño constante. Además, me olvidaba, del supremo sentido de que la justicia es lo que a ellos le conviene. Yo me merezco comprarme estas zapatillas, me merezco hacer este viaje, me merezco el puesto de Cacho y por eso estoy autorizado, por mí mismo, a hablar pestes de él todo el tiempo. Me merezco que la gente no me moleste con sus pelotudeces, y ser feliz picando a quien se me antoje porque yo ya hice mucho por los demás y ahora es mi turno. Esa, queridos lectores, de todas las mentiras que se cree el escorpión, es su favorita.

Así que esa es la receta del desastre. Alguien que miente creyéndose sus mentiras, y alguien dispuesto a creer cualquier mentira que se le cruce por delante.

El escorpión le pide el aventón a la rana, y la rana, porque es tarada, tiene que decir su consabido diálogo: “Hermano, si me pinchás en el medio del río, nos morimos los dos”. Tiene que hacerlo porque, recordemos, a ella le gusta escuchar mentiras. Tiene que darle el pie al escorpión para que le jure y le perjure que no va a ser tan imbécil de pincharla y hundirse con ella. Tiene que hacerlo, porque es tarada y le encanta escuchar y creerse las mentiras de los demás. La rana seguro es religiosa. Se engaña pensando que hay un Dios que la protege de las injusticias de la vida como querer hacerle un favor a alguien y terminar envenenado. Además, debe confiar en muchas otras mentiras como el sistema judicial, los valores morales, no pasar por debajo de las escaleras y no sé cuántas cosas más. Es inocente, estúpida, y crédula. Cuesta pensar que no se merece lo que le termina pasando.

Así que cierran el trato: yo te llevo, vos no me pinchás. Pero, cuando van por la mitad del río, la rana siente en el lomo el aguijón del escorpión y le reprocha que ahora, por nabo, se van a morir los dos, y el escorpión le contesta que no pudo evitarlo, porque esa es su naturaleza.

Ahí termina la historia… supuestamente.

Lo que Esopo, o quien haya pergeñado esta fábula moralista, no dijeron es que, en realidad, el escorpión no muere.

A ver… estamos hablando de un bicho inteligente, egoísta, y experto en sobrevivir. ¿Saben por qué el escorpión mata a la rana? Porque es un sorete, y le gusta romper cosas y matar a otros bichos; pero, además, porque ya no la necesitaba. Había visto alguna ramita o algo así de qué agarrarse, y la mató por sentir el placer de hacerlo, sabiendo que él iba a estar bien.

Es más: seguro que, mientras movía su cola mortífera e inyectaba su veneno mortal, el escorpión se decía a sí mismo: “me lo merezco”.

 

Y seguro, seguro, que se lo creía.