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KIC 8462852

Todos los deportes y actividades recreativas tienen sus secretos. Y, para un acotado círculo de amantes de la pesca, el secreto es nuestro pueblo.

Bueno, decir pueblo es medio generoso en realidad: es más bien una colección diminuta de casitas y negocios a la orilla de una laguna, metida en lo más profundo de la pampa.

Los locales son cuatro: dos almacenes, y dos negocios de pesca deportiva, todos del mismo dueño. Sí, compite con él mismo, es su forma de disimular los sobreprecios que le pone a las cosas. ¿Te parece caro? Compralo al lado. ¿Viste? Lo tiene al mismo precio.

Hostería hay una sola, con cinco habitaciones. Nunca estuvieron ocupadas todas juntas. 

Y eso es todo. No hay mucho más.

Los únicos que vienen por acá son los amantes de la pesca deportiva. Es lógico, la verdad que si no te apasiona asfixiar peces, no tenés otra cosa que hacer por acá. La única excepción fue Fausto. Sí, él también era pescador, pero no fue por eso que vino a la laguna.

Los turistas se quedan poco tiempo, y no gastan mucho. En temporada baja se la pasa bastante mal. Pero, el calor siempre vuelve. Y, la laguna siempre va a tener peces, ¿no? Así que uno sabe que, tarde o temprano, va a haber trabajo. 

Además, la paz que se vive acá no se puede comparar con nada. No me imagino viviendo en otro lugar que no sea éste, donde nací. Los amaneceres son hermosos: el cielo se va iluminando poco a poco hasta que por fin el sol asoma y hace arder de carmín los campos. Los atardeceres de púrpura y rosado reverberan en el alma de uno como una pintura surrealista. Y la laguna es mansa, tersa como un espejo, limpia, y casi virgen.

Pero Fausto me la arruinó, ¿sabés? Ya no es lo mismo. La laguna sigue siendo hermosa, pero es pura pinta. Cuando la miro, ahora se me ocurren otras cosas. Supongo que es lógico. ¿Cómo puede uno amar el sitio donde se enteró de que, quizás, se esté por terminar el mundo?

Al menos, eso es lo que creía Fausto.

Fausto Marechal era alto, de espaldas anchas, barba cana y ojos grises. El poncho de plástico impermeable que usaba apestaba a entrañas de pescado, al igual que su gorra y sus botas de lluvia. Se lo veía como un hombre recio, callado, y taciturno. Parecía un pescador experimentado por donde lo mires, aunque nunca lo ví que atrapara nada. Con ese aspecto tan recio, jamás lo hubiera tomado por un cobarde, pero la vida te da sorpresas. Resultó ser un pusilánime de la peor calaña.

Capaz me tendría que calmar un poco a la hora de juzgarlo. Después de todo, lo que sabía Fausto —lo que creía saber— era terrible.

Tanto, que aún hoy me provoca pesadillas.

Llegó una mañana de abril de esas en las que el cielo parece un cucharón de plomo dado vuelta sobre el mundo, una cúpula de acero hecha de nubes oscuras y preñadas de lluvia. Era una jornada fría y desapacible. Ahí ya me tendría que haber dado cuenta de que algo venía mal. ¿Quién sale a la ruta, con la excusa de ir a pescar, cuando amenaza temporal?

Fausto llegó en una camioneta roja manchada de óxido en las terminaciones y con la pintura saltada por todas partes. Llevaba una sola caña. Los anzuelos y demás enseres los guardaba en una caja para herramientas gris de plástico.

Lo primero que me llamó la atención cuando lo vi, fueron esos ojazos azules suyos. En la zona donde vivo yo, ver gente con los iris claros es raro, pero no era sólo eso. Había en esa mirada algo raro. Algo terrible, desencajado y triste. Una pena honda le atenazaba el alma, y se le notaba.

—Buenas tardes —dijo, casi arrastrando las palabras.

—Buenos días —respondí yo, porque era temprano en la mañana.

—Ah, sí. Perdón. Buenos días.

—¿Lo puedo ayudar en algo? —le pregunté.

—Sí, me dijo Carlos… em… la persona que me recomendó el lugar, me dijo que había una hostería, ¿puede ser?

—Es el edificio ese de la esquina —le señalé yo—. ¿Lo ayudo a llevar las cosas?

—No, está bien —respondió Fausto—. No traje mucho.

Se subió a la camioneta de vuelta y manejó cincuenta metros hasta la puerta de la hostería.

Me quedé mirándolo hasta que entró, y después me distraje con otra cosa.

Al día siguiente, apenas amaneció, Fausto se apareció por el muelle. Hay uno solo, que es donde trabajo yo. Cuando me vio, me reconoció del día anterior.

—Buenos días —me dijo—. Ayer no me presenté, me llamo Fausto. Fausto Marechal.

—Pedro —dije yo—. Mucho gusto.

Nos estrechamos las manos. Un apretón fuerte, recio, medido y decidido. El saludo de un hombre.

—¿Alquilás botes? —me preguntó.

—Sí, de estas lanchitas a remo que ve acá. Sale $70 la media hora.

—¿Y si te pido que remes vos? Estoy mal del corazón, no puedo hacer esfuerzos —me dijo.

—No pasa nada, es lo mismo —dije yo, incómodo, no porque me pidiera que reme, sino por la súbita mención de sus problemas cardíacos. Me tomó por sorpresa. No supe cómo reaccionar. —Le cobro lo mismo —aclaré.

—Bárbaro —me dijo él, y me palmeó con fuerza la espalda.

Pensándolo en retrospectiva, ¿qué hipócrita, no? Haciéndose el que se cuidaba. Igual, no sé. Quizás necesitaba tener esa charla conmigo para desahogarse un poco. O por ahí todavía no estaba preparado, quién sabe.

Subimos al bote, primero yo, y después él. Le pedí que se sentara en la popa. Yo soy más bien menudo, y él debía pesar, al menos, el doble que yo. Mi vieja siempre decía que de chico me ponían piedras en los bolsillos para que no me llevara el viento. A pesar de mi desventaja física, remé y lo hice bien, porque, como en muchas otras cosas, para la boga también más vale maña que fuerza. Lo llevé al centro de la laguna, que era el mejor lugar para pescar. Él estaba mudo, y miraba el reflejo del cielo en el agua.

Frené el bote, tiré el ancla, y esperé. Era claro que algo andaba mal. No te voy a mentir: me empecé a poner nervioso. Fausto estaba inmóvil. No se puso a preparar la carnada, ni siquiera manoteó la caña, nada.

Sentí cómo el miedo me subía por la espalda, porque me di cuenta de que estaba en medio de una laguna profunda en la sola compañía de un loco.

Mi primer impulso fue prepararme para defenderme en caso de que intentara, de pronto, atacarme, o arrojarme al agua. Estaba de verdad aterrado. Pero me obligué a calmarme y a actuar de forma racional. Le hablé despacito y con cautela:

—Señor Marechal, ¿no va a pescar?

Fausto sacudió la cabeza como saliendo de un profundo trance. Me miró con ojos confundidos. Estaba totalmente desorientado.

—¿Perdón?

—Le pregunto, señor Marechal, si no va a pescar —repetí, hablando con lentitud. 

Por fin reaccionó. Sonrió, tratando de parecer, de pronto, relajado.

—Decime Fausto, Pedro. Y sí, voy a pescar, pero… nada, quiero pensar un rato. ¿Te molesta?

—No, no hay problema. Pero el tiempo le corre igual.

—Sí, sí, está bien.

Miró hacia arriba. El cielo seguía amenazando lluvia desde el día anterior pero, casi diría que de milagro, para ese momento todavía no había caído ni una sola gota.

—Igual no sé cuánto nos va a durar el paseo —comentó él.

Después, volvió a clavar la vista en el horizonte y se quedó quieto, pensando supongo, durante lo que a mí me pareció una eternidad.

Finalmente, suspiró. Fue una exhalación larga y resignada que me dio escalofríos: la única vez que escuché un suspiro igual lo dio mi perro, el Fatiga, justo un segundo antes de morirse de viejo.

Marechal se movió lentamente y empezó a preparar la caña, aunque a media tarea pareció perder interés. Me miró, como si quisiera decirme algo, pero no se animara.

De pronto, me dio un vuelco el estómago. ¿Y si me decía que quería darme un beso? ¿Qué hacía?

Perdón, querido lector, pero te digo la verdad. Sé que esos pensamientos no están bien. Por ahí para vos, que seguramente vivís en la ciudad o en algún lugar más conectado que mi pueblo, que un hombre le manifieste amor a otro hombre debe ser cosa de todos los días. Y ojo, quiero que se entienda eso: no le veo nada malo. Es sólo que no me pasó nunca, y la verdad que no sabría cómo reaccionar en esa situación. Me asusté por inexperiencia, no porque haya hecho un juicio moral, ¿se entiende?

Sin embargo, Marechal no me dijo nada de eso. Sólo me miró, abrió la boca, se arrepintió, y apartó la vista. Decidí echarle una soga al pobre.

—Señor… Fausto. ¿Le… te pasa algo?

Asintió lentamente.

—Estoy preocupado. Tengo una preocupación estúpida, creo, pero que no me puedo sacar de la cabeza.

Decidí tutearlo, a ver si con eso empezaba a hablarme de una buena vez y podíamos terminar con esa situación tan incómoda.

—¿Me querés contar qué pasa? —le dije.

Se mordió el labio y pensó un rato, como si sopesara las posibles consecuencias de una decisión absolutamente trascendental. Finalmente, arribó a una conclusión.

—Sí, te quiero contar, pero con una condición importantísima: no podés decir de esto ni una palabra.

—Prometido —le dije automáticamente. «¿A quién se lo voy a contar?», pensé en ese momento. Y aquí estoy, precisamente, contándote todo.

Fue entonces cuando Fausto Marechal empezó a hablar.

—Soy profesor de física, pero mi título es en astronomía. Es una carrera apasionante para quienes la aman, e incomprensible para quienes no. Al contrario de lo que piensa la gente, en mi campo de estudio hay muchísima matemática, y pocos telescopios. Yo he tenido mis idas y venidas. Muchas veces me planteé estudiar alguna otra cosa, pero dar clases me apasiona. Es esa, en realidad, mi verdadera vocación.

»Hace exactamente cuatrocientos cuarenta y dos días, una mañana soleada y fresca, entré a la sala de profesores y casi me llevo por delante a Diego Sánchez, uno de los docentes de educación física. Se venía riendo.

»“Faustito”, me dijo, porque sabe que me molesta. “¿Estás contento?” me preguntó. “Por fin encontraron extraterrestres, ¿viste?”

»No sabía de qué me hablaba, pero antes de que pudiera preguntarle, se metió una media luna entera en la boca y se alejó por el pasillo, mientras sonaba el timbre que anunciaba el fin del recreo.

»En la sala de profesores no había nadie, y yo tenía una hora de descanso antes de mi próxima clase. Me calenté una taza de café en el microondas y, con mi celular, empecé a leer las noticias, para ver de qué hablaba Sánchez. Tardé unos minutos pero, al final, encontré el artículo.

—Lo que se había publicado —continuó Fausto— era un estudio sobre las observaciones del telescopio espacial Kepler de la estrella denominada KIC 8462852.

Por supuesto, que yo no retuve en ese momento semejante número, eh. Lo tuve que buscar después. Ahora se la conoce como «la estrella de Tabby». Si la buscan en Internet, aparece. El resto de lo que me dijo Fausto lo reconstruí así: mitad de memoria y mitad investigando. Pero lo que pongo acá se parece bastante.

Continuó Marechal:

—Se trata de una estrella ubicada a unos mil quinientos años luz de la Tierra, entre las constelaciones de Cygnus y Lira. A lo largo de varios años, los astrónomos detectaron unas extrañas fluctuaciones en la luz de la estrella, cuya luminosidad disminuye, a veces, hasta un 22%.

»El telescopio espacial Kepler es un satélite que estudia una pequeña porción del espacio en busca de exoplanetas, es decir, planetas que orbiten a otras estrellas que no sean nuestro Sol. La misión ha sido extremadamente exitosa, llegando a detectar miles de mundos en otros sistemas.

»Lo que hace este aparato, básicamente, es medir la luminosidad de las estrellas, y detectar cómo esta se altera cuando un planeta pasa por delante de la misma, lo que se llama tránsito. Es un concepto muy sencillo, y ha dado excelentes resultados.

»Pero, las observaciones de KIC 8462852 son extrañas por donde se las mire.

»En primer lugar, la disminución en la luminosidad de la estrella es demasiado alta como para que se trate del efecto causado por el tránsito de un planeta: lo que oculta su luz debe ser mucho más grande, en volumen, que cualquier planeta conocido. Pero, además, esas variaciones no suceden de manera constante.

»Cuando una estrella es eclipsada por un planeta que la orbita, su luz se ve afectada en una manera constante y previsible: se observa una disminución progresiva de su luz, que luego vuelve a los parámetros normales. Esto sucede de una forma periódica, que se condice con la órbita del exoplaneta alrededor de su sol. En una gráfica, lo que se aprecia es una curva simétrica, perfecta.

»El fenómeno detectado en esta estrella de la que te hablo era diferente. La luz fluctúa de manera errática, y los períodos parecen azarosos. Las gráficas están llenas de picos sin aparente sentido. Además de que, sea lo que sea que oculta la luz, ocupa un volumen muchísimo más grande que el de un simple planeta, lo suficiente como para tapar casi un cuarto de la luz que emite ese sol.

»Por el tipo de estrella, queda descartado que los cambios los produzca el propio astro. Así que algo está tapando su luz, de eso no caben dudas.

—¿Hay algo, que no es un planeta, tapando a una estrella?

—Exacto. Hay algo, que no es un planeta, sino algo mucho más grande y de forma mucho más irregular, tapando a una estrella. Ahora, ¿qué puede ser? En el propio estudio se ofrecían diferentes teorías.

»La primera respuesta en la que podríamos pensar es en un disco de acreción: cuando un sistema solar es joven, el polvo interestelar que lo forma empieza a “aglutinarse” en discos que se van concentrando hasta formar a la estrella en el centro del sistema, y luego pequeños discos forman los planetas y sus lunas.

»Un disco de acreción ocupa un volumen mucho más grande que el planeta que terminará formando, así que su presencia podría explicar en parte el fenómeno observado en esta estrella en particular: se trataría, entonces, de un planeta en formación.

»Sólo que, en el caso de KIC 8462852, el sistema estelar es demasiado viejo como para que aún se observen planetas en formación. Además, existen ciertas lecturas que deberían darse en la banda de la luz infrarroja que no aparecen. Esa opción está, entonces, descartada.

»Otra posible explicación es que el fenómeno lo cause un grupo de exocometas o derrubios captados por la estrella, provenientes de otro sistema.

»Las estrellas se mueven. Además de girar en torno al centro de la galaxia, también se mueven en relación de unas con otras. De vez en cuando, una estrella se acerca a otra y los objetos que las orbitan llegan a interactuar.

»Lo que plantea esta hipótesis es que, en algún momento, otra estrella se acercó lo suficiente a KIC 8462852 como para que ésta capte en su campo gravitatorio, un conjunto de cometas pertenecientes al otro sistema estelar, lo que se llama un grupo de exocometas. También, se podría tratar de los derrubios de un exoplaneta en formación. Por ahora, esta teoría es la que parecería más acertada.

»La tercer teoría es que se trate de una nube de polvo formada por los cometas que orbitan los extremos más alejados de ese sistema estelar. Si bien sería un fenómeno que no se observó hasta ahora en ningún otro sistema, no es imposible.

Fausto hizo entonces una pausa. No se preocupó por preguntarme si yo entendía algo de todo lo que me había dicho, porque no le importaba. Él sólo estaba ventilando sus ideas. Finalmente, con tono ominoso, continuó:

—Y, existe otra explicación: que el fenómeno sea artificial. Es decir, que lo que tapa a la estrella sea una construcción gigantesca hecha por extraterrestres.

—¿Una nave?

—No, algo mucho más grande, como una esfera de Dyson. En este caso, sería un enjambre de Dyson.

—¿Qué es eso?

—En 1960, a un científico estadounidense llamado Freeman Dyson se le ocurrió la idea de una mega estructura gigantesca construida alrededor de una estrella, creada con el objetivo de captar de manera extremadamente eficiente buena parte de la energía liberada por la misma. A estas hipotéticas estructuras se las bautizó como Esferas de Dyson.

»Por supuesto, el mismo concepto también podría servir si la estructura no fuera una esfera. Con una semiesfera, un disco, o incluso una serie de grandes paneles, el concepto se podría aprovechar igual.

»Precisamente un disco, o anillo, fue lo que Larry Niven propuso en su serie de libros Mundo Anillo: una estructura enorme construida alrededor de una estrella, cuyas dimensiones superaban enormemente a las de cualquier planeta. Por supuesto, crear una estructura así de grande requeriría de una tecnología y recursos avanzadísimos. Estamos hablando de artificios grandes como centenares de planetas, algo prácticamente imposible.

»Sin embargo, ésa era la cuarta teoría al respecto de KIC 8462852: que lo que oculta su luz sea una mega estructura alienígena. De más está decir que ésa teoría fue la que más le gustó a la prensa.

—Ahora que me lo dice, creo que algo de eso leí, ¿puede ser?

—Seguro que sí. La noticia salió en varios medios, aunque nadie le dio demasiada importancia. Yo, en cambio, me obsesioné.

»Aquel día las clases las di distraído, y de manera desastrosa. A penas llegué a casa, prendí la computadora y seguí investigando. Pasé horas leyendo sobre el tema. Leí la publicación original y las entrevistas que habían dado los autores, así como cientos de páginas donde otros científicos especulaban sobre posibles explicaciones alternativas.

»Se hicieron más pruebas, pero la que más me interesó fue la prueba espectrográfica que demostró que, en buena medida, lo que oculta la estrella es, efectivamente, polvo o algún material similar.

»La teoría de que se trataba de un grupo de exocometas atrapados por el campo gravitatorio de esa estrella se afianzó. De a poco, la gente se olvidó del tema. 

»Pero yo no, porque yo tenía otra teoría. Aún la tengo.

—¿Y cuál es? —le pregunté.

Fausto suspiró antes de responderme con otra pregunta.

—¿Sabés lo que es la paradoja de Fermi?

—No.

—Es la pregunta de por qué estamos solos en el Universo. Allá afuera hay millones de estrellas en millones de galaxias. Cada estrella tiene planetas a su alrededor. Estamos hablando de más planetas y de más estrellas que la cantidad de granos de arena que hay en cada playa y desierto de la Tierra. Con tantas posibilidades, deberíamos ver huellas de vida extraterrestre por todas partes, pero aún no detectamos nada. Esa es la paradoja de Fermi.

»Quizás la vida es menos abundante de lo que nos parece. Quizás la Tierra fue privilegiada de alguna forma que todavía no conocemos y por eso acá existe la vida y en el resto del Universo no. Otra teoría es que hay vida en otros planetas pero, por alguna razón, las otras civilizaciones se ocultan.

»Quizás hay, allá afuera, alguna civilización avanzada que, sistemáticamente, extermina la vida ahí donde la detecta.

»¿Sabés lo que es una bomba relativista?

—No —dije.

—Es un viejo concepto, utilizado más que nada en la ciencia ficción. La idea es sencilla: se toma un objeto del tamaño de un cometa, digamos, y se lo acelera a una velocidad enorme, a una fracción de la velocidad de la luz, o lo que se llama a una velocidad “relativista”. A semejante velocidad, la energía cinética del objeto es superior a la energía que se obtendría si uno convirtiera toda su masa directamente en energía. Un arma así, tendría una capacidad destructiva impresionante: la capacidad de aniquilar un planeta entero.

»Lo que yo creo, Pedro, es que es eso lo que sucedió en ese sistema estelar: existe, en algún lugar del Universo, una civilización de criaturas inteligentes, lo suficientemente avanzada como para crear bombas relativistas. Estos seres son poderosos, y agresivos. Detectaron que KIC 8462852 albergaba vida inteligente, tras recibir alguna señal de radio desde uno de sus planetas y lo destruyeron. Son sus restos lo que nosotros detectamos, lo que oscurece la luz de la estrella de Tabby. Un planeta destruido, reducido a una nube informe, por el devastador poder de una bomba relativista.

No supe qué decir. Aquel relato me espantó. Fausto lo notó.

—Da miedo, ¿no? Pero sólo era una teoría. Una idea. Sin embargo, cuando uno da esa idea por cierta, es inevitable empezar a sacar conclusiones. La más obvia es que, si le sucedió a ellos, podría algún día sucedernos a nosotros. Podría pasarnos cualquier día. Es más, creo que está a punto de pasar.

A esta altura, yo estaba tan atrapado por el relato de Fausto que era capaz de creerle cualquier cosa.

—¿En serio? ¿Cómo sabés? —le pregunté.

—Lo que pensé fue que, si alguien lanza un objeto enorme hacia la Tierra desde una estrella distante, el proyectil va, en algún punto, a tapar la luz del astro. Me puse a investigar, y encontré un dato enterrado en observaciones viejas del telescopio Kepler que se había interpretado en su momento como un simple error: una estrella que antes estaba allí y que ahora había desaparecido por completo. La observación se había desestimado como una falla del sistema, y nunca nadie lo revisó.

»Hice algunos cálculos, aunque, te soy sincero, están llenos de especulaciones. No sé cuál es la velocidad de la bomba, ni su tamaño. Podría estar muy equivocado en uno u otro sentido, pero lo que es seguro es esto:

»Ningún objeto demasiado grande puede ser acelerado a la velocidad de una bomba relativista. Y las estrellas son enormes. Para que un objeto pequeño llegue a tapar a una estrella enorme, el objeto pequeño tiene que estar muy, muy cerca del observador.

»Lo cual quiere decir que nos queda muy poco tiempo.

En ese instante comenzó a llover. Lo juro. No se trata de algún efecto dramático que pensé ahora para embellecer mi historia: empezó a caer agua como a baldazos apenas él dijo que nos queda poco tiempo. Sin decir nada, me puse a remar y regresé al muelle.

Fausto me miraba a los ojos, como esperando una respuesta, pero yo estaba demasiado confundido. No sabía si creerle o no. Quizás, simplemente, él estaba loco.

—Lo entiendo —dijo él—. Es difícil creer todo esto sin tener ninguna prueba.

¿Era ese mi problema? ¿Que no tenía pruebas? No lo sé. Creo que era simplemente falta de entendimiento. Se trataba de un tema demasiado grande como para asimilarlo de inmediato.

—Sí, qué se yo —fue lo único que dije.

Nos sumimos en un silencio incómodo, mientras yo atracaba la lancha y él se trepaba con poca agilidad al muelle. Antes de irse, se volteó para mirarme.

—Perdón, Pedro —me gritó. El ruido de la lluvia contra su capucha no lo dejaba escuchar nada—. No quería incomodarte con mis ideas. No me prestes atención, soy un viejo aburrido que piensa demasiado, nada más.

—Está bien —le dije. No agregué más nada.

Lo vi alejarse bajo la lluvia camino a la hostería mientras tapaba las lanchas con una lona. 

Parecía que la lluvia iba a ser bastante fuerte.

El día siguiente amaneció con un cielo limpio y soleado. El temporal había arreciado durante toda la noche. El pueblo entero era un barrizal. Me fui hasta el muelle para ver cómo estaba todo y lo primero que noté, fue que faltaba una de mis lanchas.

Miré hacia la laguna y ahí estaba, a la deriva, y vacía. Supe de inmediato lo que había pasado. Me saqué las botas, y me tiré al agua. Se imaginarán que, por mi trabajo, sé nadar bastante bien. En pocas brazadas llegué a la lancha. La cuerda del ancla estaba cortada. El cuchillo que Marechal usaba para destripar pescado estaba tirado en el fondo de la barca.

Me sumergí, pero era imposible ver nada. El agua de la laguna es turbia y oscura. Nadé a tientas, ¿qué otra cosa podía hacer? De pronto me pareció ver algo, un destello blanco, y nadé en esa dirección. Eran el pelo y la barba de Fausto.

Se había atado las manos y los pies con la cuerda del ancla antes de tirarse al agua. Desesperado, traté de desatar los nudos, pero no veía nada. Nadé a la superficie y de un manotazo tomé el cuchillo antes de volver a sumergirme. Corté la soga. El cuerpo de inmediato empezó a flotar. Lo arrastré hasta la superficie.

Para ese entonces, varias personas me habían visto, y se estaban acercando para ayudar, algunos a nado y otros en sus embarcaciones. Un hombre me ayudó a mantenerme a flote mientras otro arrimaba un gomón a motor. Logramos subir el cuerpo de Fausto al bote, pero ya era tarde.

Intentamos reanimarlo, pero estaba muerto.

Ya pasaron varios meses. La vida aquí, luego de una conmoción que duró apenas un par de días, volvió a ser la misma. En los diarios, la muerte de Fausto Marechal se consignó como el simple suicidio de un viejo solitario más. Nadie se acercó a hacer preguntas ni averiguaciones. Al parecer, Marechal no tenía en su vida demasiadas personas que se preocuparan por él.

Por las noches, miro las estrellas y no puedo dejar de ver sus ojos azules y asustados. Trato de adivinar cuál es la estrella que Marechal perdió, aquella desde la cual suponía él que nos caerá la muerte. ¿Podrá verse desde acá? No lo sé. No mencionó cuál era.

Mi vida no cambió mucho. Al principio estaba asustado, pero ahora ya casi no pienso en el tema. Sí, es posible que la muerte se cierna sobre todos nosotros, pero eso no cambia nada. ¿No me arriesgo todos los días a caerme al agua de la laguna, a enredarme con alguna planta y morir como murió él? ¿No me juego la vida cada vez que cruzo la ruta? ¿Quién sabe acaso el día en que va morir?

Así que disfruto de los amaneceres, y de los atardeceres, y de la paz de la laguna.

Sólo a la noche, cuando no hay nubes y se ven las estrellas, es cuando tengo pesadillas.