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Cielo

Un campo de hierba verde y madura, y un brillo en medio del
campo. Corro hacia él, súbitamente desesperado, sin comprender el sentido de mi
desesperación. Algunas voces me llaman, tratan de retenerme, pero esas voces no
pertenecen a la pradera. Pertenecen a la vida, y no quiero escucharlas. Quiero
escaparme. Además, necesito eso. Necesito lo que brilla entre el pasto.
El fulgor me llega como si el sol se reflejara en una sola
gota de rocío; la apoteosis de todas las gotas, la que guarda el brillo
potencial de todas sus hermanas. A los pocos pasos me convenzo de que no es
agua, es metal lo que brilla. Un metal inmaculado, puro, prístino, imposible.
Me doy cuenta de que esto es un sueño o algo parecido, sólo por su pureza. En
el mundo real, las cosas nunca son tan perfectas.
Me planto delante del objeto y lo identifico como una
moneda. Pero no cualquier moneda. Es una moneda que había conservado conmigo
toda mi infancia. Era mi moneda de la suerte. Un día se la regalé a la Mujer
Amada y no volví a verla. Ni a la moneda, ni a ella.
Entonces la veo, vestida de niebla pura y con los ojos
resplandecientes. Se acerca a mí, me da un beso dulce, mucho más dulce que
cualquiera que me hayan dado en vida. Un beso de amor verdadero, un amor que
ella jamás podría haber tenido por mí en otras circunstancias.
Entonces estoy seguro, estoy muerto. Y no podría haber
pedido un Cielo mejor.