—¿Y si…? —comenzó a decir Alfredo, pero la certeza de que Rubén iba a rechazar su idea lo asaltó de pronto, e hizo silencio.
Delante de ellos se alzaba una gigantesca pirámide escalonada de metal de cien metros de altura. A pesar de estar emplazada sobre roca sólida, en los puntos de apoyo se observaban fracturas. Aquella máquina era enorme.
Se trataba de una Unidad de Terraformación Estándar, un complejo sistema automatizado integrado por miles de procesos robóticos coordinados. Su función era convertir planetas estériles como aquel en hábitats aptos para la Humanidad.
Rubén la despreciaba. Reconocía el desafío intelectual que su creación planteaba. Aceptaba también el hecho de que aquel proyecto científico, más que ningún otro factor, había contribuido a la Larga Paz; aquel período sin guerras que estaban viviendo desde hacía más de doscientos años. Pero, a pesar de todo, le causaba un profundo rechazo. La consideraba innecesaria. En casi cuatrocientos años de exploraciones espaciales, los humanos no habían encontrado otras razas animales complejas. No había nadie, allá afuera, que desafiara el dominio de la raza humana sobre la galaxia. Todos los mundos habitables —trillones de ellos— estaban a disposición de la humanidad. ¿Para qué, entonces, crear más?
Algunos hablaban de las ventajas de la cercanía. Los mundos habitables solían estar muy lejos unos de otros. La interacción entre Marte y la Tierra era puesta de ejemplo muchas veces, pero esos argumentos a Rubén no lo convencían. Con los motores de Alcubierre de su lado, la Humanidad había dejado de preocuparse por las distancias hacía mucho tiempo.
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De todas formas, se estaba desviando del problema. La máquina ya existía. Estaba allí, delante de ellos, estirándose hasta el cielo como un colosal engendro, y su presencia les exigía un mejor esfuerzo.
Alfredo se decidió a hablar:
—Repasemos todo de vuelta.
—No —dijo Rubén—. Ya lo hicimos. Una, y mil veces.
—¿Qué sugerís, entonces? —preguntó Alfredo, en un tono que era más de desafío que de pregunta.
—Que sigamos pensando —dijo Rubén, inmutable—. Debe haber algo que se nos pasó.
—Llamemos a la Tierra. Que envíen un equipo —sugirió Laura. Mientras hablaba, miraba el reflejo de su rostro en el cristal del casco que le cubría la cabeza. Se comunicaban por radio.
—¡Nosotros somos un equipo! —respondió Rubén— ¡Entrenado en la Tierra! ¡Nos pasamos estudiando el funcionamiento de estas unidades los últimos veinte años! ¿Qué te hace pensar que hay alguien que esté mejor calificado que nosotros?
—Típico de las mujeres —dijo Alfredo, haciendo gala de su estúpido machismo—: piensan que solucionar un problema significa delegarlo.
—Por algo no funciona —dijo Laura, y no agregó nada más, como si eso zanjara la cuestión.
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Rubén los ignoró. Seguía mirando la máquina. Laura era bióloga, Alfredo era geólogo, pero él era ingeniero. Y le correspondía a los ingenieros la solución de este tipo de problemas.
Podía ver a sus colegas distribuidos alrededor de la enorme pirámide, cada uno rodeado de una pequeña cohorte de científicos. Lo mejor de un centenar de mundos, todos allí, mirando a la Unidad de Terraformación Estándar con frustración. Nadie entendía por qué el sistema no empezaba a trabajar.
Volvió a mirar a la multitud. Eran casi un millar de personas comunicándose constantemente. Todas esas señales pasaban por la máquina. Un torrente de información incesante. Quizás eso, era parte del problema.
Envió un mensaje a todas las terminales: «Mantenimiento de los protocolos de comunicación. Se deshabilitará el servicio por diez minutos», y, luego, cambió los puertos de comunicación de la Unidad de Terraformación. Intentó reiniciar el sistema, pero éste volvió a trabarse en el mismo lugar: cargaba el sistema operativo, pero no empezaba con las tareas pre-asignadas. Se mordió el labio. Una voz, no supo la de quien, preguntó: «¿Y? ¿Algún cambio?», pero la ignoró. Su experiencia determinaba que la mitad del tiempo que uno tarda en resolver un problema la gasta explicándoles a los demás por qué el problema aún no está solucionado.
Inspiró y expiró lentamente, con resignación, juntando fuerzas. Con trabajo, se puso de pié, y desconectó la radio. No quería escuchar a mil personas diciéndole al mismo tiempo que no tenía que hacer lo que estaba a punto de hacer.
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El protocolo establecía que, una vez encendida la Unidad de Terraformación, nadie podía acercarse a un rango menor a los 100 metros. Una serie de haces de luz láser de color rojo marcaban ese perímetro en el suelo. Rubén lo penetró con decisión.
Al verlo, la multitud que rodeaba la máquina comenzó a utilizar las radios y a hacer señas, pero él les respondió con gestos que decían: «sí, ya sé, dejen de molestar». Se acercó a una de las escotillas de acceso y tiró de la manivela. Ésta se abrió suavemente, revelando un estrecho pasillo de metal.
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Las entrañas de la máquina estaban forradas de cables, conectores, tubos flexibles y escalerillas. Las paredes eran altas, y los espacios estrechos. No había ascensores. Rubén, cuyos años de esplendor físico habían pasado hace mucho tiempo, jadeaba.
Tardó media hora en llegar al nivel superior, donde estaban las conexiones de las Unidades de Energía. Todo el proceso de inicio estaba alimentado por una batería de litio grande como una casa.
Rubén revisó cada pantalla y cada indicador durante un cuarto de hora, pero parecía que todo estaba en orden. Entonces, sin previo aviso, desconectó el cable de alimentación principal. La estructura murió en un instante.
Todas las alarmas de su traje se encendieron al mismo tiempo. La Unidad hacía funcionar la red de comunicación, localización y datos, que ahora había sido interrumpida. Un millar de personas habían quedado sin servicio. A Rubén no le importó.
Esperó cinco minutos, o lo que le parecieron a él cinco minutos. Luego, repasando ese momento en su memoria, llegaría a veces a la conclusión de que fueron menos y, a veces, de que fueron más.
Pasado ese tiempo que sólo podría ser definido como «un rato», volvió a conectar el cable de alimentación. La Unidad se encendió de inmediato.
Rubén corrió. Se dejó caer por escaleras, atravesó pasillos arrastrándose con celeridad, y trotó por pasajes estrechos. En diez minutos estaba fuera. Lo recibió un millar de personas gritando de algarabía.
Detrás de él, los escáneres de superficie de la Unidad se habían encendido.
El proceso de Terraformación había comenzado.
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Rubén sonrió al ver la cara de pasmo de Alfredo, que no comprendía cuál había sido la solución.
—Simplemente apliqué una vieja máxima de mi padre —le dijo—, que vienen repitiendo los ingenieros de mi familia desde la época de las primeras computadoras: “Si no funciona, apagalo y volvelo a encender.”