Saltar al contenido

El Caminante (I)

Aquel fue un día como cualquier otro. No hubo cometas extraños en el cielo, ni bandadas viajando en contra de sus instintos, ni mensajes sombríos en la borra del café, ni sueños cargados de presagios. Sólo hubo una sensación, una llamada. La luz del día se filtraba dorada a través de los postigos cerrados, coloreándose del aura de las tablas en las que se reflejaba antes de alcanzar el interior. Afuera había un día soleado y ventoso. Algunas nubes peregrinas navegaban sin rumbo por el cielo y el barrio estaba en calma.

Se levantó sintiendo pastosa la boca después de un lago sueño, con los labios sellados y la mirada perdida. Se vistió en silencio, eligiendo –sin pensarlo- ropa como para un largo viaje. Se ató los cordones de las zapatillas con fuerza, preparándose para los accidentes del camino. Respiró hondo y salió de su habitación.
La madre estaba allí, sentada en silencio en medio de la cocina. Lo miró fijamente por un instante. Tampoco había habido presagios para ella, pero al verlo lo supo: él se iría. Un abanico de sensaciones, emociones y respuestas diferentes se abrió ante ella: eligió la resignación. Se levantó, y sin decir nada, lo acompañó hasta la puerta. Los dos sabían que era una despedida, quizás para siempre, pero no dijeron nada.
Ella abrió la puerta y él se detuvo a mirarla en el umbral. Se decidió a abrazarla y lo recibieron unos brazos fuertes, protectores, que lo aferraban quizás por última vez. Se cruzaron sus miradas un instante y él cortó la intensidad de emociones que le provocaba ese contacto dándole un beso en la frente. Cerró la puerta y la trabó con su llave, quizás por última vez.
Empezó a caminar sin mirar atrás, sintiendo los ojos de su madre que lo seguían a la distancia, a través del cristal de la ventana. La granza crujía bajo sus pies y el viento soplaba fuerte en su cara, trayéndole el recuerdo de sus muertos y la nostalgia por los amores perdidos. Caminaba hacia el mar.
Su cabeza estaba extrañamente vacía de pensamientos. Notó que llevaba a la espalda su mochila, pero no recordaba haberla tomado. Allí tenía lo que necesitaba: dinero para comprar comida, algo de ropa, un cuaderno y un lápiz. Nada más. Podía dormir en el suelo, o sobre la arena. No tenía mapas ni brújula, pero tampoco miedo de perderse. En realidad, era más bien eso lo que quería. Quizás quince minutos, o media hora después –no había llevado reloj tampoco- llegó al mar. Algo le susurró a su mente, en un plano mucho más profundo que la conciencia, que debía ir hacia el norte y hacia allí se fue. El sol proyectaba oblicua una larga sombra sobre el borde del acantilado. Los autos pasaban continuamente en dirección contraria a medida que la gente iba regresando lentamente a sus hogares después de un largo día de ocio en la playa o en algún camping. Un chimango atravesaba el cielo haciendo círculos y las gaviotas empezaban a tomar posesión de las playas, a medida que las personas se marchaban. Él miraba hacia el horizonte y su corazón se llenaba, lentamente, de ansias de aventuras.
La noche lo sorprendió caminando. Una luna iluminada a medias emergió del mar y cubrió con su halo de nácar su senda. Cerca de la medianoche abandonó el borde de la ruta y bajó a la orilla, para seguir caminando por la arena. Las estrellas fueron pasando por encima de él y su ciudad se alejaba en el horizonte a sus espaldas. Cerca de las dos de la mañana dio un paso como cualquier otro que lo llevó mucho más lejos de su casa de lo que nunca había ido. Él no lo sintió. Seguía caminando, como si no hubiera nada más que hacer.
Amaneció y él no había aminorado el paso. Había pasado la primera noche, y estaba lleno de energía. Más adelante sería distinto. Necesitaría descansar más y avanzaría más lento. Se detendría con mayor frecuencia. De vez en cuando aquella misma sensación extraña lo embargaría de nuevo y empezaría a andar otra vez, sin ideas en la cabeza, sin detenerse ni descansar. Aquel era el principio de un largo viaje.
Recién hacia el mediodía se detuvo. Su conciencia resurgió lentamente del letargo en el que había estado inmersa. Recuperó noción de su cuerpo y lo sintió adolorido por la larga y precipitada caminata. Vio que estaba en un lugar totalmente desconocido, lejano a todo lo que alguna vez había visto. Un bosque de pinos altos y delgados llegaba hasta el borde mismo del mar, con sus largos troncos emergiendo de la misma arena. El cielo tenía un tono verdoso y distinto. Dos gaviotas estaban un poco más adelante, mirando el mar como si se entendieran. Él siguió sus miradas y vio que en el cielo, apenas por encima del horizonte, brillaban dos soles gemelos.
Entonces supo que ya no estaba en casa.