Skip to content

El Caminante (II)

Los pinos se elevaban hacia el cielo y se abovedaban en las alturas, encerrando en un manso vientre a las criaturas y las plantas que vivían en el interior del bosque. Un bosque extraño en un mundo extraño, donde las arboledas más friolentas se aventuraban hasta el borde mismo del océano, donde el firmamento era verde y había dos soles brillando sobre la inmensidad. Era manso y antiguo, sin palabras que quebraran la queda sinfonía de las aves y las olas, las voces de los animales y el murmullo del viento. El aire era espeso y viejo, cargado de fuertes aromas a savia y húmedo musgo, a helechos ancianos y barro. Él caminaba, adentrándose en la espesura, sin esperar nada de la vida ni del destino, a pesar de que era precisamente éste último quien guiaba secretamente sus pasos inseguros.

Llegó de pronto a un paraje donde una roca emergía del suelo enverdecido, generando una pequeña boca de luz en aquel punto donde los árboles no podían crecer. Allí sentado, iluminado por el blanco resplandor del mediodía, que lo envolvía en etéreos rayos de luz solar, estaba sentado el Maestro. Era un hombre alto, delgado, de manos finas y alargadas. Llevaba una larga túnica gris, ceñida a la cintura con un simple cordón y una enorme capucha volcada sobre la espalda. Estaba calvo en la parte superior del cráneo, mientras que alrededor de las orejas y en la nuca el pelo le crecía magro, desprolijo y largo. La barba gris le llegaba hasta el pecho. Los ojos grises, sumergidos en dos cavidades profundas, parecían sabios y luminosos, acentuado su fulgor por las sombras que proyectaban sus blancas y espesas cejas. Estaba arrodillado en lo alto de la roca, mirando fijamente a ambos soles, que en ese preciso instante parecían unirse en el cielo y aumentar su luz y su potencia. El brillo lo bañaba, lo alimentaba, lo ennoblecía.

Cuando bajó la vista, el Maestro parecía cien años más viejo.

El hombre alto y delgado se le acercó y el Caminante le sostuvo la mirada. El viejo sonrió.

– Veo que tienes espíritu, y un gran potencial. Supongo que ya sé que quieres preguntarme: ¿dónde estoy? Pues bien, para ello hay infinidad de respuestas, y ninguna importa. Me remitiré a lo importante: ya no estás en tu mundo. Alguna fuerza poderosa te ha traído aquí por alguna razón de gran significación. Y es evidente que te has cruzado en mi camino porque se supone que yo debo guiarte.

– ¿Por qué supone todas esas cosas? ¿No podría ser que yo tenga que guiarlo a usted?

– No, muchacho, lo puedo sentir tan bien como el calor de estos dos soles que nos iluminan… este es tú camino, esta es tú historia. Ven, Caminante, acompáñame. Empezaré a enseñarte ahora mismo. Abre tus ojos y contempla mis maravillas.

Juntos caminaron un corto trecho hasta llegar a una diminuta laguna perdida en las entrañas de la arboleda. Era tan pequeña que podría haber sido considerada simplemente como un charco algo grande. Pero el espejo de agua era profundo, muy profundo, probablemente más profundo que el propio mar. El Caminante se asomó a sus cristalinas aguas y miró su reflejo por un instante. De pronto, dos manos poderosas lo empujaron y cayó hacia el agua.

Nunca la tocó. Todo se volvió oscuro y al abrir los ojos estaba en el medio de la nada. A su alrededor, por kilómetros y kilómetros, sólo se extendía un enorme desierto de arena. De pronto, el Maestro estaba a su lado.

– ¿Qué ha sido eso? ¿Dónde me has traído?

– Eso ha sido el pase, de nuevo, entre dos mundos. Y te he traído a donde debes estar.

El maestro señaló un punto en el horizonte.

-Hacia allá, tras una semana de camino, hay una aldea que crece al borde de un oasis. Será el viaje más difícil de tu vida, sentirás un hambre y una sed de muerte, pero no morirás. Nos veremos allí en siete días.

El maestro extendió sus palmas abiertas sobre las arenas y estas empezaron elevarse y a moverse, liberando a un caballo negro y de imponente musculatura que parecía haber estado enterrado allí mismo. El poderoso animal se sacudió la arena y relinchó, levantando sus patas delanteras al cielo. De un salto, el Maestro lo montó y se alejó al galope. En unos pocos instantes había desaparecido tras las dunas.

El Caminante estaba sólo con el desierto.

 

Y el desierto estaba hambriento.