Skip to content

El Caminante (III)

Aquí, un único sol ardía más que sus gemelos pares de otro mundo. Sus rayos golpeaban con fuerza la arena que encandecía insoportablemente. El Caminante sentía cómo sus pies se abrazaban por el calor insoportable de esa sustancia omnipresente. Habían pasado a penas unas pocas horas y ya se sentía derrotado. Su cuerpo avanzaba sin gobierno alguno de su conciencia, que buscaba ideas felices para escapar de aquel momento. El dolor constante e inaguantable ya se había vuelto un simple rumor en lo más remoto de su mente, una molestia que permanecía allí y era tan inevitable como el girar del Universo.
Sentía que no avanzaba. No tenía referencia alguna de distancias ni de tiempos. El sol no se movía, no había sombras en ese mundo, ni nubes ni aves en el cielo, ni marcas en la arena. Sus propias huellas se borraban apenas se alejaban sus pies, como si aquella arena fuera más hermana del agua que de la tierra. Podía sentarse o tirarse al suelo y quedarse inmóvil, y sería lo mismo, sólo que le dolería más. Era por eso que aún avanzaba, porque aquello le permitía rotar el punto donde el dolor lo consumía: primero un pie, después el otro.
Cayó en una especie de letargo sin ideas, mientras su mente era más puesta a prueba que su cuerpo. Encontró que, después de haber dicho todo lo que podía decir, su mente al final se acallaba. Una fugaz idea le cruzó la conciencia antes de que sus pensamientos se detuvieran definitivamente: soñaría con esa situación el resto de su vida, jamás abandonaría ese desierto. Después, finalmente, esa voz que siempre estaba allí presente y daba forma a sus imaginaciones y elucubraciones, a sus fantasmas y recuerdos, hizo silencio. Sólo había un rumor rasposo a medida que sus pies emergían y se hundían en la arena. Entonces, realmente el tiempo se detuvo.
Y entonces sucedió. Cuando venció aquella última barrera, cuando fue más allá de lo que nunca había ido por la senda absurda de sus pensamientos, se encontró con la inamovible sustancia de lo Eterno. Frente a él había un ángel.
Sus alas eran tan inmensas que abarcaban todo el campo de su visión. Sus ojos eran dos gemas poderosas, cuya acción penetraba más allá de toda su sustancia y para los cuales él no podía guardar ningún secreto. El ángel sonreía, y tenía un aire familiar. El Caminante descubrió que aquel ser tenía un parecido sorprendente a todos los amigos imaginarios que lo habían acompañado durante su vida, que olía exactamente igual que la más profunda soledad y que en realidad, nunca había estado solo.
-El ángel de la guarda, supongo – dijo.
-El mismo. Creí que jamás me alcanzarías. He esperado toda la eternidad por este momento – respondió el ser celestial.
-¿Eres real, o simplemente terminé de volverme loco? – preguntó el Caminante.
-Esa es tú decisión, amigo. No voy a obligarte a tener fe, ni a creer en nada. Puedes decirte a ti mismo “ya está, mi mente no soporta la soledad y me ha ofrecido una compañía imaginaria” o realmente creer en lo que tus ojos ven y tus oídos escuchan. Sé de hombres que han cenado con el mismo Dios Encarnado y aún después perdieron la fe. No hay pruebas definitivas de nada. Si el Cielo descendiera hoy mismo sobre la Tierra y lo Eterno se confundiera para siempre con el mundo, aún así habría gente que no creería. Siempre hay lugar para el escepticismo – respondió el ángel.
El Caminante sonrió y no pudo evitar un gesto de negación con su cabeza.
-Espera, no hagamos esto. No arruinemos el momento con elucubraciones, razonamientos, filosofadas e ideas varias. Me alegro de conocerte. Realmente – dijo y le dio la mano. El ángel se la estrechó y la amistad que tácita que había entre ellos, esa que se había gestado aún antes del inicio del tiempo y que los uniría aún más allá de todo fin, los cobijó en su ceno y les dio una buena probada del elíxir de la felicidad.
El Caminante notó que era de noche y que el calor se había disipado. Cerca de él había una fogata y a su alrededor dos troncos donde podían sentarse los dos y hablar mientras observaban el fuego. Imaginarán que a esta altura, después de haber visitado tres mundos distintos y haber conocido a su propio ángel de la guarda, le Caminante dejó de hacerse preguntas sobre el origen de la leña y de las demás comodidades. Simplemente tomó un largo trago de la cantimplora que ahora descubría en su cintura y se dejó llevar.
-No creas que será siempre así- le dijo el ángel. – No siempre hallarás ayudas de este modo, una detrás de otra. A medida que avances, tu camino se hará más solitario. No me presentaré ante ti a no ser que no quede ninguna alternativa y tu maestro también te mirará desde lejos. Te pido que no me hagas preguntas sobre él. Sólo te diré, amigo mio, que ese anciano es un buen hombre. Quizás sus métodos sean controvertidos y un poco bruscos, pero bueno, dan sus frutos. Confía en él, en sus consejos y en sus pruebas. Verás que algún día, todo esfuerzo valdrá la pena.
-¿Algún día? ¿Tendrá fin este camino? Siento que no. Por algo he olvidado mi nombre, por algo me llaman “el Caminante”. Siento que estaré en esta senda para siempre. Siento que soy el eco de leyendas viejas y sin nombre y que me volveré simplemente una sombra que irá de allí para aquí, siguiendo los deseos de una Voluntad Omnipresente e inevitable.
El ángel lo miró profundamente y no dijo nada, pero ese gesto fue bastante elocuente. Supo que ya había obtenido todas las respuestas que su amigo podría darle y que el resto lo descubriría solo.
-Una semana. Seis veces más lo que ya he pasado. No sé si lo aguante – dijo el Caminante.
-En esta primera jornada has descubierto algo: algo bueno que habitaba en ti, esta amistad que nos une. Por ella has sido capaz de verme. Pero hay otros lazos que te unen con otras cosas… cosas terribles. Hoy has descubierto tu ángel, y no hay nada bueno que quede por descubrir en esta etapa de tu aventura. Ahora viene lo malo, y después lo terrible. Lo siento, pero me veré obligado a dejarte solo, pase lo que pase. Es preferible que mueras a que alguien te ahorre esta prueba. Pero si la superas, habrás escalado el primero, y quizás el más difícil, de los escalones hacia la eternidad. Es momento de tu examen de tu conciencia y de tu confesión. Sólo que en este lugar, todo ello cobrará la forma de una lucha sangrienta y despiadada.
El Caminante suspiró.
-Gracias por tus mentiras, amigo. Gracias por existir y por no hacerlo. Gracias por Ser.
Dicho esto se durmió. No hubo sueños en su descanso, ni hubo ideas ni hubo nada. Simplemente cerró los ojos y cuando los volvió a abrir estaba amaneciendo y él se sentía un poco menos cansado.
Otra vez el desierto estaba vacío, al parecer. Sus ojos acariciaron la inmensa planicie enarenada, la interminable inmensidad deshabitada, hasta ver, allí en medio de la nada, justo frente a un sol que emergía, una sombra.
Sólo que era una Sombra.