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El Caminante (IV)

La Sombra tenía la forma de su propia sombra, el Caminante se dio cuenta enseguida. Quizás aquel demonio lo hacía a propósito para espantarlo: quería hacerle creer que él podía tener algo en común con un ser de los infiernos. Se puso de pie lentamente, como si estuviera frente a una serpiente venenosa. Su espalda era una estampida de escalosfríos y sentía como si una uña punzante y desagradable le pinchara la base del espinazo.
El demonio no atacó. Se quedó parado allí, destilando maldad y odio en silencio, aguardando. El Caminante supo que lo estaba provocando y que hablar primero sería un error. Debía permanecer quieto. Todos saben que no se puede discutir con Satanás ni con ninguno de sus secuaces.
Al comprender que él no hablaría, la Sombra sonrió con media boca y el Caminante sintió que se le revolvían las tripas. Trató de preparase para el primer ataque, pero no pudo.
– Dime – dijo la Sombra – ¿valió la pena? Treinta monedas de plata a cambio de la peor traición de la Historia. Nunca ser humano más despreciable que tu pisó jamás la Tierra.
El Caminante vio de pronto en el ojo de su mente imágenes que creyó propias. El demonio llenaba su memoria vacía con recuerdos prestados, imágenes que el alma de Judas veía día a día mientras ardía en el infierno. Un beso, una bolsa con monedas y un hombre ahorcado, colgando de una higuera. Por un segundo, el Caminante pensó que había traicionado a Dios y cayó llorando al suelo de rodillas. Pero él, en vez de desear la muerte, hizo lo que Judas nunca había hecho: miró al cielo y, gritando, pidió perdón.
Enseguida Dios lo iluminó con su gracia y le hizo ver que todo era un engaño. Se puso de pie, llorando de agradecimiento a su Eterno Padre.
El demonio volvió a embestir enseguida y le llenó de llagas el cuerpo, desde los pies hasta la cabeza. El Caminante sintió un dolor que fue como si alguien incendiara su conciencia. Gritó con todas sus fuerzas y cayó por segunda vez. Pero en algún lugar de su corazón supo que no estaba derrotado. Sintió que aún así, delirando casi por el dolor, podía levantarse. Acopió toda su voluntad, se apoyó firmemente en sus pies y estiró las piernas. El demonio, enfurecido, hizo un gesto y las llagas se fueron.
– No sé de dónde sacas la voluntad y la fuerza, Caminante. ¿No ves qué sucede aquí? Dios me ha dado permiso para atormentarte, para expresar en tí todas las posibilidades de mi maldad. Y puedo hacer contigo lo que quiera.
Al instante, quebró cada uno de sus huesos y el Caminante cayó al suelo por tercera vez, gimiendo de dolor, convertido en una masa informe. Se sintió desvanecer, pero se dio cuenta de que algo, metido dentro de su mente como un gusano carroñero, lo ataba a la conciencia. El demonio, metido en los recovecos de su pensamiento, ya no se molestaba en dañarlo físicamente ni en engañarlo. Directamente tiraba de las cuerdas que activaban la sensación de dolor en su cerebro y lo hacía sufrir como nunca hubiera pensado que se podía. Entonces, el demonio se acercó y lo miró a los ojos. Le hizo una pregunta en la que al Caminante se le iba el alma.
– ¿Amas a Dios? ¿Lo amas a pesar de todo el dolor que sientes en este instante?
El Caminante se dio cuenta de que iba a responder que no y se espantó. Pero entonces trató de pensar bien quién era Dios para él. Se acordó de una bandada de golondrinas que una vez lo sorprendió mientras caminaba por la calle junto a su madre. Pensó en un hueso de vaca que encontró en la playa una vez. Volvió a ver el primer arco iris de su infancia. Volvió a sentir el primer beso. Recordó la primera vez que alguien, desde el fondo de su corazón, le dijo «gracias». Vió de nuevo sobre sus hombros las lágrimas de un amigo, que lloraba por amor. Y entonces, por milagro, vio los ojos ambarinos de Jesús de Nazareth mientras contemplaban el cielo de Jerusalén y lo escuchó decir «Señor, ¿por qué me has abandonado?». Pensó en un Dios que se confundía tanto con la miseria humana que era capaz de dudar de sí mismo. Amó a Jesús por su entrega. En ese instante el demonio se alejó, prometiendo que volvería.
Pasada la etapa sobrenatural de su viaje, al Caminante aún le quedaban cinco días de soledad con el desierto. No tenía ni agua ni comida. Pero marchó sin sentir necesidad alguna, embriagado por el éxtasis de fe que había experimentado.
Aquel viaje valió lo que décadas en este mundo. Cuando llegó a la aldea prometida era un hombre adulto, más alto, con barba y pelo crecidos y con una paz abrumadora en la mirada. Un siervo de Dios con el corazón en paz y la determinación firme de seguir avanzando de mundo en mundo, de horizonte en horizonte.
A pesar de haber perdido toda memoria de su vida previa al encuentro con el Maestro, tuvo la sensación de ya haber pisado aquel pueblo alguna vez.

Entonces su corazón le dijo que todos los pueblos son el mismo.