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El Caminante (V)

En el camino que entraba en la aldea, el Maestro lo esperaba, junto a su caballo. El Caminante se sorprendió al notar que lo miraba desde la misma altura. Detrás de él, una calle estrecha avanzaba unos pocos metros, cercada por casas viejas de un lado y del otro. Todos los postigos estaban cerrados. El lugar parecía desierto.
— Esta es una de las cincuenta aldeas que forman la cadena de postas de caravanas que atraviesan este desierto. No conocen el dinero, así que su medio de subsistencia es el trueque. Cambian hospedaje y agua por comidas, ropas, o cualquier cosa que puedan ofrecer los viajantes. Pero una vez cada cinco años, cruza el desierto el grupo de los Salteadores, una banda que viene atosigando a esta región desde hace más de dos mil años. Ellos no pagan por lo que toman y asesinan si tienen ganas. Suelen llevarse todo lo que encuentran, incluidas mujeres y niños. A los hombres, si los ven a la cara, los matan. Y en una semana estarán aquí — dijo el Maestro.
El discípulo asintió lentamente. No estaba seguro, pero creía no haber recibido nunca instrucción militar. Sin embargo, no estaba nervioso. Ya miraba el lugar como si se tratara de un campo de batalla.
— Se inteligente y misericordioso, si puedes. Si tienes éxito, sigue la línea de las caravanas. Mantén los oídos abiertos, ve a donde te lleve la necesidad de la gente y tus ganas de ayudar. No sé cuándo volveremos a vernos.
Sin más, el Maestro subió a la grupa del caballo y se perdió en el desierto. El Caminante se acercó a la aldea y se quedó parado en medio de la calle principal, mirando alrededor. Silencio absoluto.
Entonces, dejándose llevar por una inspiración súbita, el Caminante comenzó a cantar un viejo salmo. Al poco rato una puerta se abrió y un anciano se acercó a él.
— ¿Podemos ayudarlo?
— Vengo a ayudaros a vosotros. Pronto tendréis visita. He sabido que los Salteadores están llegando.
— Nosotros también lo hemos oído. Ya tenemos claro lo que haremos. Sólo algunos se quedarán aquí para atenderlos, mientras que los demás se marcharán al desierto y esperarán allí hasta que se vayan.
— ¿Y si no se van? ¿Qué harán? Es mejor quedarse y pelear. Es lo que yo haré, aunque me dejen solo. Diles a los tuyos que estaré esperando junto al pozo. Si alguien quiere hospedarme bien, si no dormiré bajo el manto de los astros. Y si alguien quiere pelear junto a mí, sólo tienen que decirlo.
El viejo se quedó mudo ante la determinación del forastero. El Caminante se sentó junto al pozo y empezó a contar las terrazas, a hacer en su mente un mapa de las calles y los recobecos. No tenía armas ni nada. Pero confió en que Dios pondría ayuda en su camino.
Durante un día y medio no pasó nada, el único que se le acercó fue el mismo anciano con el que había hablado antes, cuyo nombre era Marduk. Le trajo agua y unas galletas rancias. El Caminante durmió a la intemperie. En un momento se escucharon gritos en el interior de una de las casas y al final salió un muchacho. Tendría unos trece años, era alto y fuerte y tenía en su rostro las marcas del valor. Sin decir nada, se sentó a comer junto al Caminante y quedó claro que, fuera lo que fuera que sucediera, lo enfrentarían juntos. Luego todo fue una reacción en cadena. Alentados por el ejemplo del muchacho, los más jóvenes empezaron a llegar de a poco. Luego vinieron sus padres y finalmente los ancianos. Esa misma noche, el Caminante habló ante todo el pueblo reunido en torno a una enorme fogata.
— Mañana al amanecer comenzaremos con los preparativos. Cerraremos lo mejor que podamos puertas y ventanas, luego construiremos pasarelas que comuniquen las terrazas entre sí. Trataremos de mantenernos arriba y de aprovechar esa ventaja. Las casas no son altas, un hombre tenaz puede treparlas, así que no debemos dejarlos. Les arrojaremos lo que podamos desde arriba hasta dar cuenta de todos ellos. Los niños irán a juntar guijarros y piedras. Las mujeres, coserán hondas. Los hombres, cerrarán las casas y construirán las pasarelas. Y cuando lleguen los Salteadores, estaremos listos para resistir.
Pasaron los días que les quedaban así, siempre ocupados en alguna tarea. El Caminante sabía que era importante no dejar que el miedo encontrara palabras y se contagiara de un corazón a otro, así que siempre buscaba alguna nueva misión o desafío, para mantenerlos atentos en otras cosas. Organizó un gran concurso de puntería con las hondas, dividido por categorías para que participaran todos. Repartió premios, organizó un festejo y también, de paso, eligió a los mejores tiradores para ponerlos en los sitios claves. Al día siguiente, al amanecer, todos estaban despiertos y escondidos en las terrazas. A lo lejos, se veía el polvo que levantaba al desandar el desierto la banda de los Salteadores.
La primera parte del plan era quedarse quietos y fuera de la vista de los maleantes. El Caminante se emocionó al comprobar la disciplina de su improvisada tropa, a los cuales siquiera se les oía respirar. Esperaron a que la banda entrara en la trampa y antes de que pudieran reaccionar, llovieron las piedras. El primer ataque fue un verdadero éxito, más de la mitad de los enemigos quedaron desparramados por el suelo, muertos o inconscientes. El resto se replegó con velocidad, alejándose del alcance de las piedras. Sacaron sus arcos y comenzaron a disparar.
Pero aquello ya había sido previsto. Ante una seña del Caminante, los aldeanos levantaron unos bastidores de madera que habían sido unidos con trozos de cuero, lana y otras telas, y luego reforzados con más madera. Elevaban la protección de las terrazas unos dos metros, de modo que las flechas o rebotaban contra esos escudos, o pasaban por encima de sus cabezas. El jefe de los Salteadores, viendo que las flechas no servían de nada, ordenó a sus hombres que se protegieran con sus escudos de las piedras y probaran el ataque directo con lanzas y espadas.
Pero el Caminante había recordado el sitio de Tiro en tiempos de Alejandro el Grande y había hecho calentar sobre cacerolas y en vasijas la arena del desierto hasta el rojo vivo. Cuando los Salteadores estuvieron al pie de las casas, los aldeanos abrieron los bastidores por la parte inferior y dejaron caer sus nubes incandescentes. La arena se metía entre las corazas y las ropas, lacerando la piel y provocándoles un dolor impresionante. Los Saltadores, aterrorizados, huyeron dejando a sus muertos para no volver nunca más.
El Caminante, con un grupo de hombres, bajó primero y se encargó de rematar a los heridos. Despojaron a los ladrones de sus armas y armaduras y armaron a un pequeño ejército que estaría listo en caso de que decidieran volver. Después arrastraron los cuerpos hasta el pie de una duna y dejaron que se los tragara la arena.
Los aldeanos festejaron toda la noche. Habían derrotado a los Salteadores y ni uno de ellos había sufrido siquiera la más mínima de las heridas. El Caminante, satisfecho, festejó con ellos hasta que salió el sol.

A la mañana siguiente, sin decir adiós, tomó el camino de las caravanas, para nunca volver.