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El lector

El libro no era sencillo. El autor relataba el descenso de una familia hacia la locura absoluta. Había personajes complicados, maniáticos, con personalidades múltiples, encerrados en una casona vieja y repleta de fantasmas. Las situaciones eran de una terrible complejidad psicológica. Se suponía que se trataba de un buen libro, premiado en todo el mundo, escrito de forma impecable, pero su lectura era lenta y requería una tremenda concentración. Patricio no era un buen lector. Sus encuentros con la literatura eran escasos y esporádicos. El libro más complejo que había pasado por sus manos fue el Hobbit de Tolkien, el cual no había disfrutado en el más de un mes y medio que lo tardó en leer.
Fue procurando la defensa de su orgullo burgués que se entreveró en las páginas del libro. Todos sus conocidos aseguraban que lo habían leído, era motivo de charla en todas las tertulias y estaba asociado a cierto status de cultura y buen gusto. Él no comprendía el fanatismo de las masas por esa novela. Para él, leerla era como internarse en una ciénaga oscura y densa. Avanzaba lentísimo y más de una vez pensó en claudicar. Pero le habían dicho alguna vez que hay que leer siempre al menos el primer tercio de los libros, ya que antes es imposible saber si será agradable o no. Para él cada página le tomaba casi media hora de lectura y aquel texto superaba las mil doscientas. Era insoportable.
Pero no quería dejarlo, no quería que nadie pudiera tratarlo de inculto, aún sabiendo que si mentía al respecto nadie lo cuestionaría. Poco a poco se convenció de que el problema no era su falta de práctica en el arte de leer; inventó excusas más o menos creíbles de las que se terminó convenciendo. Se decidió por pensar que el problema era que tenía demasiadas cosas en la cabeza, que su trabajo no dejaba espacio para el ocio recreativo. Pidió entonces unas vacaciones que tenía atrasadas y logró asegurarse un mes entero fuera de la oficina. Desde entonces, a parte de comer y dormir, no hizo más que sentarse –en un lugar o en otro-, y leer.
Pero aquello no mejoró la situación. Se le confundían los personajes, le faltaba imaginación para comprender las descripciones y en su mente todas las imágenes eran vagas, incompletas y oscuras. Muchas veces terminaba un renglón y continuaba en otro equivocado, o a veces releía el mismo. Se distraía con facilidad, se cansaba y sentía malestares constantes asociados con la vista, la postura, el frío o el calor. Leía de manera atolondrada, tratando de pasar las páginas más que comprenderlas y al final el texto era como un rumor en el fondo de su mente, sobre el cual vociferaban sus ideas. La ansiedad enfermiza y constante por avanzar en el texto a cualquier precio lo dominaba. Sólo quería enterarse de qué sucedía, despreciando las complejas ideas que el autor había colocado entre líneas, los argumentos puestos en las voces de los personajes y la meticulosa descripción de la época y sus costumbres. Calculaba constantemente la cantidad de páginas leídas, el tiempo invertido y trataba de pronosticar cuánto tardaría en llegar a la última hoja. Se tentaba por leer el final y hasta se animó a ver la última oración, la cual, sin su contexto, no le dijo absolutamente nada. Al tercer día tuvo un destello de lucidez y se dio cuenta de que leer la novela así no iba a servir de nada. Por un segundo pensó si no sería mejor buscar otros libros menos complejos y leerlos, para acostumbrar la cabeza a la tarea,  y luego volver para internarse en la maldita ciénaga. Pero aquello le resultaba tan parecido a admitir que era idiota, que terminó abandonando la idea, espantado. Se dijo a sí mismo –se convenció, de hecho-, de que el problema era el encierro y su naturaleza ansiosa. Debía salir a caminar con el libro bajo el brazo, despejar la mente, sentarse en algún lugar agradable y entonces retomar. Así lograría que todo estuviera más claro.
Era otoño y las calles estaban alfombradas de hojas viejas. Hacía un frío terrible y las pocas personas que andaban por la calle estaban enfundadas en gruesos abrigos, bufandas y guantes. El cielo era una nube inmensa y uniforme, una pátina gris que se estiraba hasta alcanzar el horizonte en toda su vasta circunferencia. Él caminó, sin pensarlo mucho, hasta una plaza cercana. Algo en el aire lo hizo ponerse de un humor bastante optimista.
Se sentó en uno de los bancos, con la novela en el regazo. Era lunes, pero feriado. El lugar estaba repleto de niños hiperactivos y de padres cansados que le reprochaban al sistema educativo el haberse tomado un día libre y tener que reasumir la tarea de cuidar a sus niños en ese horario reservado para sus cuestiones personales. Una distraída recorrida de su mirada por las inmediaciones terminó sobre un banco colocado entre dos eucaliptos, casi en la esquina, de espaldas a él y mirando a la calle. Hacía más de veinte años, él había inaugurado, con un beso, un noviazgo en ese lugar. Fue una historia triste, porque ella se enamoró de otro y cuando él le fue a rogar, se encontró con un torrente de reproches, con una profunda radiografía de todos sus defectos y sus vicios. Ella lo trató de idealista, de infantil, de obsesivo, de sobre protector, de hipócrita y de mil cosas más. Él se tomó cada palabra de ella al pie de la letra, se sintió la peor persona sobre la faz de la tierra y nunca volvió a ser el mismo. Se le fue la alegría aquel día y dejó de creer en Dios.
El recuerdo hizo que toda la tristeza de esos días se hiciera presente en su corazón. Se sintió terriblemente perdido y angustiado. Pensó en todas sus relaciones: las amorosas, las fraternas, las amistosas, las esporádicas, las laborales… Sintió de pronto que no podía confiar en nadie, que un dolor como aquel, o quizás peor, podía esperarlo siempre, a la vuelta de cada esquina. Se imaginó a sus compañeros de trabajo riéndose de él a sus espaldas, a antiguos camaradas confesándose unos a otros que en realidad, nunca lo soportaron. Imaginó a sus ex novias, a las más amadas, en brazos de otros hombres terribles y sin rostro. Su propia vida le pareció entonces una ciénaga mucho más oscura y densa que cualquier otra.
Espantado, se refugió en las páginas del libro y disfrutó persiguiendo las vicisitudes de esa familia atormentada, adivinando las intenciones del autor detrás de cada línea. Pensó que estaba frente a un alma desdichada como la suya, una persona con la que podía trabar una amistad segura y lejana a las decepciones. Cuando terminó, fue enseguida a comprar otro libro. Se convirtió en crítico literario para un pequeño diario local y siguió leyendo, leyendo y leyendo hasta el final de sus días. Cuando el último aliento de la vida se le escapaba del cuerpo, se dio cuenta de que había dejado de vivir para refugiarse en las letras. Moría sólo, sin mujer, hijos ni amigos, rodeado de tapas duras y hojas amarillentas. En su imaginación y en la lectura, había sido todos los hombres del mundo, menos él mismo.

No se arrepintió.