Lo despertó el súbito ruido de la lluvia contra la chapa, y abrió los ojos justo a tiempo para ver un furioso rayo partir en dos el cielo a través de la ventana. Eran poco más de las tres de la mañana.
El trueno sonó ronco y profundo, más que oírlo sintió la forma en que sus invisibles ondas le hacían vibrar las entrañas. El estruendo de las gotas aporreando el techo se había vuelto, en un solo instante, insoportable.
Se levantó con desgano y se acercó, vestido como estaba sólo con un calzoncillo y una remera, al enorme ventanal de la sala de estar. Corrió un poco las cortinas y descubrió su propio reflejo formado por la superficie del vidrio y la oscuridad absoluta que había detrás. Su propia imagen le repulsó.
Los rayos seguían intermitiendo en el cielo, y el balbuceo de los truenos se escuchaba apagado por debajo del ruido de la lluvia torrencial. Las ramas de los árboles se sacudían furiosamente.
Era extraña una tormenta tan severa y repentina a esa altura del año, cuando ya estaba agonizando el otoño, pero la verdad era que en los últimos días el calor había sido más bien primaveral. Siguió mirando el arreciar del temporal asomado desde detrás de la cortina, sintiendo como los pies y las piernas desnudos poco a poco perdían el calor de la cama. Fue entonces cuando vio que había algo enterrado en el centro del rectángulo de pastos mal cuidados que él llamaba su vereda.
Aquel objeto era casi indescriptible. Se trataba de una especie de gema cristalina, casi por completo transparente, cuya forma hubiera desafiado la imaginación del más creativo de los arquitectos. Era, en términos vagos y generales, una especie de esfera; pero conformada por una multitud de estructuras geométricas entrelazadas, como si fueran las infinitas piezas de una maquinaria diminuta e incomprensible. Tenía el tamaño de una uva, y parecía moverse continuamente.
Luego de mirar aquel extraño artefacto durante unos minutos, él decidió vestirse y salir a buscarlo. Corrió a su habitación, se puso un pantalón, metió los pies dentro de sus zapatos sin molestarse por buscar unos calcetines y salió a caminar bajo la lluvia; pero el objeto había desaparecido.
Consternado, entró a su casa para descubrirlo sobre la mesa. El artefacto estaba allí, trabajando a toda máquina, y lanzando destellos bajo la luz de la cocina.
Se acercó al Orbe con sincero temor. Podía ver ahora con detalle la complejidad del objeto, que parecía una especie de complicadísimo reloj. Tenía partes dentadas, como engranajes, y pequeñas esferas de luz que viajaban por canales tallados en esa superficie adiamantada. Ahora, bajo las luces de tungsteno de su cocina, el Orbe parecía dorado; aunque él comprendía que sólo estaba reflejando el color de la luz que recibía.
Tras unos segundos de contemplación notó ya sin espanto que, a medida que giraban y se revolvían en sus complicadísimas trayectorias, algunas partes del mecanismo desaparecían. Podía ver los cortes transversales de algunas piezas, como si los objetos estuvieran allí, y al mismo tiempo, no estuvieran.
Tras una breve reflexión concluyó que, así como las cuerdas de la teoría física, ese objeto existía en varias dimensiones. Él podía ver la parte del mismo que se desplazaba en las tres dimensiones espaciales que podía experimentar, mientras que el resto del mecanismo se extendía por otras dimensiones distintas, ajenas a al universo tetradimensional que podía ver y comprender.
Aquello explicaba también el movimiento del objeto. Se había desplazado desde la vereda hasta la mesa sin atravesar paredes y puertas, porque se había desplazado por una dimensión espacial distinta, en la que tales objetos no existían.
Con timidez, intentó tocarlo, pero con sólo acercar su mano pudo percibir que el objeto estaba terriblemente frío, tanto, que a sólo unos centímetros ya le hacía doler la piel. Recién entonces notó que la mesa, debajo del Orbe, se estaba congelando como si goteara sobre ella nitrógeno líquido.
Reflexionó unos instantes sobre aquello, y llegó a la conclusión de que, en el resto de las dimensiones espaciales que el objeto era capaz de ocupar, debía reinar un absoluto vacío y, de alguna forma, aquel artefacto estaba canalizando la energía calórica de nuestro universo hacia ellas. El calor de la mesa se estaba disipando en dimensiones espaciales imperceptibles.
¿Qué podía hacer ahora? Si dejaba al objeto allí, eventualmente terminaría destruyendo la mesa y robándose todo el calor de la casa, pero no podía tomarlo sin perder la mano. Comenzó a pensar qué herramienta podía usar para manipular el Orbe cuando, de pronto, algo sucedió.
La esfera se agrandó, sólo un poco, y, por un segundo, él vio, detrás de la misma, una imagen que no condecía con el resto de sus percepciones: le había parecido ver un plato apoyado detrás del Orbe, sobre la mesa vacía. Reconoció el plato como uno de los suyos, y comprendió que estaba viendo, a través de la esfera, algo que ya había sucedido o que iba a suceder.
Impactado por la visión, se sentó. Un torrente de ideas se desató en su mente, todos apuntados a la misma dirección, al único pensamiento que, en los últimos años, lo había habitado realmente; siendo sus otras reflexiones sólo una capa de polvo sobre aquella elucubración constante. Pensó en su esposa.
Hacía cinco años que lo había dejado, y él no supo ya nada más sobre ella. Intentó llamarla, contactarla por las redes sociales, enviarle mails, pero nunca había recibido respuesta.
La soledad lo había atormentado desde entonces. Jamás comprendió por qué ella se fue. Hizo la denuncia, se sometió a los procedimientos judiciales y policiales de rutina, dejó que una legión de investigadores le diera vuelta la casa y cavaran pozos en su patio, sospechando que él la había matado y que podía estar enterrada allí. Pero nunca supo más nada de ella.
Casi sin pensarlo, tomó la esfera con la mano desnuda. El frío envió una onda de dolor hacia su cerebro, conforme sus dedos comenzaban a cristalizarse en hielo. Levantó el Orbe y se lo acercó al ojo derecho, para mirar a través de él. Apuntó su extraño catalejo, que no vencía a las distancias sino al tiempo, y lo orientó a la silla donde ella se había sentado a cenar con él todas las noches.
Y allí estaba. Hermosa, como siempre, sonriendo mientras comía, charlando con su yo pasado. Sentía cómo se le congelaba el resto de la mano, y el frío empezaba a bajar por su brazo, pero no le importó.
Se puso de pie, y fue hasta la habitación. Miró a través del Orbe la cama, y la vio allí, durmiendo. Se sentó en el suelo, junto a ella, y se quedó mirando su rostro en paz mientras dormía. Afuera, la lluvia arreciaba.
La noche pasó lenta. Él lloraba lágrimas frías, mientras deseaba, además de verla, poder tocarla. El frío se seguía extendiendo lentamente, congelándole el antebrazo, el brazo, el hombro; abriéndose paso hasta su corazón.
Meses más tarde, cuando la policía entró por fin a la casa, el Orbe hacía tiempo que se había ido, tal como había llegado. A él no lo encontraron por ninguna parte, aunque la alfombra de la pieza estaba extrañamente mojada y despedía un olor nauseabundo.
La habitación aún estaba fría, y seguía desolada.