Cerca de mi casa hay una plaza. Es más bien un terreno baldío, propiedad del gobierno. No tiene juegos, ni es demasiado grande: ocupa a penas un cuarto de manzana. En ella los yuyos suelen estar altos en la periferia y ausentes en el centro, donde los constantes picaditos de los pibes del barrio han dejado sólo una extensión yerma de tierra negra y compacta. Cerca de uno de los límites que da a la calle hay unos viejos canteros de cemento y ladrillo que fueron en buena parte destruidos por años de vandalidades anónimas y por la desatención de las autoridades. Sin embargo, uno de ellos se sostiene lo suficiente como para dar asiento al peregrino. Cubre el lugar la sombra de uno de los árboles y el sitio es bastante acogedor. Allí solía estar sentado el viejo López.
A diferencia de muchos ancianos que conocí, este hombre era alto. La edad, y la inevitable joroba que le legaron los años, le habían quitado algunos centímetros, pero seguía siendo una de las cabezas más sobresalientes del barrio. Tenía el cabello delgado y completamente blanco, y aún le cubría buena parte de la cabeza. Sus ojos eran grises como el acero y sus manos se conservaban aún fuertes. Su rostro era anguloso y su mirada siempre recia. Al verlo uno no sentía la tierna lástima que a veces inspiran los abuelos, tan venidos a menos después de haber sido tanto. Este hombre inspiraba respeto y su porte era el de los antiguos héroes de la leyenda. Cuando se lo veía allí sentado, en completa soledad, quieto como una estatua durante horas, uno sentía revivir un poco las glorias del pasado. López nunca hablaba.
Nadie sabía qué es lo que hacía allí. Si se hubiera tratado de cualquier viejo, uno pensaría que sólo salía a tomar el fresco, o que esperaba la ocasión para iniciar alguna charla pasajera. Pero era López y uno al verlo, sabía que este hombre no perdía el tiempo en nimiedades. Además, como dije, jamás soltaba palabra alguna y siempre estaba allí, hiciera frío, o soplara el viento, o cayera una terrible llovizna.
Tampoco a tantos les interesaba el misterio. Muchos tendían a pensar que era sólo un viejo loco que no encontraba otra manera de matar el tiempo. Los más, siquiera lo veían, y pasaban delante de él sin darse cuenta, como pasaban y pasan delante de todo el mundo. Pero yo lo veía y su presencia me conmovía el corazón. Quería saber qué hacía allí.
Para resolver el dilema podía optar por incontables estrategias. La más sencilla hubiera sido ir y preguntarle, lisa y llanamente, qué cuernos era lo que hacía tantas horas sentado en aquel lugar. Pero aún era tierno de alma y solía ponerme tímido por cualquier cosa. No tenía ni la valentía ni el aplomo para sostener una charla con alguien que para mí estaba tan cercano al mito. Y además, yo quería preservar ese mito. Quería contribuir a hacer de aquella pregunta una cuestión complicada e importante, que requiriera una larga gesta para hallar, al final de un arduo camino, una explicación. Así que me decidí a espiar.
Aquel cuadro visto de lejos podría parecer ridículo. Cerca de las seis de la mañana, cuando el sol a penas iluminaba las blancas calles engranzadas, yo aparecía por la plaza, como una sombra fugitiva. Tomando recaudos absurdos e innecesarios para no ser visto, me encaramaba al árbol más lejano al cantero de López y procuraba alcanzar las ramas más altas. Allí pasaba todo el día. Me llevaba en una mochila lo indispensable: abrigo, algo para comer, y también alguna lectura, para pasar el tiempo. Sólo prestaba verdadera atención cuando la plaza estaba vacía, ya que es de suponer que si López hacía algo secreto en aquel lugar, no lo haría en presencia de los pibes del barrio. Cerca de las siete aparecía López y se sentaba en su lugar. A veces llevaba un mate y otras, una pipa. Pasaba sus horas sorbiendo, mientras el sol se levantaba y la ciudad se despertaba. Yo miraba a López y López a la nada. Pasaron semanas.
Hasta que un día de febrero se lanzó un chubasco repentino que cortó un litigio fulbolero a la mitad. En dos segundos la plaza quedó vacía, a excepción de mí y de López. Entonces, sucedió el milagro.
López se levantó de su lugar y, pacientemente, se acercó a mí. Se quedó parado al pié de mi árbol, mirándome a través del entramado de las ramas, soportando estoicamente las gruesas gotas que le caían sobre el pálido rostro. No dijo una sola palabra.
Bajé del árbol y entonces supe que López me había descubierto desde el principio. Aún sin decir nada, me indicó con un gesto que lo acompañara. Fuimos juntos hasta el cantero y entonces, López me lanzó una profunda mirada a los ojos. Sentí que en ese momento era transparente, que mi alma estaba desnuda y él la conocía enteramente. Pareció gustarle lo que vio, porque asintió sombríamente y, dando palmaditas a lugar donde solía sentarse, me invitó a ocupar su sitio. La lluvia se detuvo de pronto y yo, empapado y muerto de miedo, me senté. Entonces López se hizo a un lado y me dejó ver.
Delante de mí había un Ángel. Sus largas y plateadas alas se extendían para cubrir con su sombra todo aquel terreno. Su rostro blanco y hermoso me miraba con amor. Sus pies no tocaban el suelo y se oía, como el murmullo de un arroyo, el canto del Coro Celestial. Bastaba moverse apenas un centímetro y la visión se desvanecía. Quién sabe qué extraño error del mundo hacía que sólo en ese preciso lugar, tan anónimo y divino, se obrara el milagro.
Con lágrimas de felicidad en los ojos, le agradecí a López la revelación. Jamás cruzamos una sola palabra y entendí, que por obra del Ángel de la Plaza, aquello no era necesario. Bastaron las miradas, los gestos, el lenguaje propio de los viejos amigos, de las personas que profundamente se entienden.
López murió esa misma noche. Dijeron sus familiares que lo hizo tranquilo y en paz: se acostó a dormir como cualquier otro día y nunca se despertó. Logré ir al velorio y también al funeral. Lloré con toda el alma, no recuerdo nunca haber sentido pena más grande. Después de despedirme, y rendirle sus honores, comprendí el sentido de mi misión: tanta belleza no debe ser, por ningún motivo, desaprovechada.
Desde entonces fui yo quien se sentó en aquel banco y vi pasar de esa forma los días. A lo largo de sesenta años he estado allí cada vez que me fue permitido. Ahora los niños me llaman a mí “el viejo de la plaza” y piensan que estoy loco. Quizás sea cierto. Ver al Ángel me hizo más sabio y más inteligente, pero siempre procuré que no se me notara demasiado. A diferencia de López yo sí hablé. Traté de compartir lo que sabía sin revelar el Secreto. Aconsejé a quienes tuve cerca, hice lo que pude para que el mundo fuera mejor.
Ahora siento a la Muerte que me ronda. Sé que no me queda demasiado tiempo, pero tampoco me resta demasiado que decir. Ya lo sabés todo: hay una plaza que ocupa un cuarto de manzana, apenas un valdío rodeado de árboles y que tiene en uno de sus bordes dos canteros arruinados. Sentándose en la esquina de uno de ellos, ahí donde el pasto no crece y el árbol da más sombra, se puede ver a un Ángel. Insisto: tanta belleza no puede ser desaprovechada.
Ahora, te toca a vos.