Skip to content

Gnosis

Eran cerca de las cinco de la mañana, en esa hora previa al amanecer en mitad de la semana, en la que el mundo –por unos minutos, al menos-, por fin se calla. Un horizonte increíblemente despejado, plagado de estrellas frías y bendecido por una Luna ausente se había convertido en una especie de monstruo voraz, con sus afiladas garras incapaces de soltar la presa de la mirada. El infinito reclamaba el tributo de los ojos, obligaba a la conciencia a perseguirlo, a esforzarse por desentrañar lo que hay más allá. Los minutos pasaban lentos. Al final, la acelerada importuna de alguna moto quebró el hechizo del tiempo, se convirtió en el avatar de la distracción, que es el principal enemigo del conocimiento último. Y entonces, ya agotada esa comunicación particular con lo Eterno, el Alma se da cuenta de lo cerca que estuvo de alcanzar la Revelación. Pero ya es tarde, y la cotidianidad, que es otro monstruo –también voraz y certero-, llama ahora con su voz de animal en celo. “Es tiempo de ir a dormir”, piensa quien tan cerca estuvo de quebrar la monotonía del ignorante, de llegar a ver –en parte, al menos-, algunos de los filamentos de la trama del Destino. Unos minutos más tarde, el sueño anegará las estancias del pensamiento, inundará con su perversa paz y quietud cada uno de los rincones de la conciencia. Y entonces el olvido, que aprovecha los momentos de debilidad del pensamiento, se robará la memoria de ese instante mágico. Así, aquella Alma seguirá viviendo –y morirá, algún día-, sin saber lo cerca que estuvo de conocer el rostro de la Eternidad.