La consciencia a veces no es más que una voz, apenas clara, que se alza por sobre el torbellino de nuestros impulsos desbordados y nuestros sentimientos lacerantes. ¡Como quisiera yo callarla a veces! Dejar de oír ese torrente ininterrumpido de ideas desgraciadas, y simplemente dedicarme a disfrutar la belleza de las cosas simples. Pero no puedo, porque, como todo escritor, mi mente no deja nunca de lado el formato de la narración que teje. La única manera de domar a la mente es sentarse y escribir.
Pero odio hacerlo en momentos así, cuando no hay luz alguna que ilumine mis palabras; cuando, además de la fe, también me han abandonado las esperanzas. El mundo es un lugar frío, y afuera llueve.
Siento que nunca me voy en serio de este lugar al que me vuelve a empujar la vida. Se qué es lo que viene: el llanto, el agradecimiento, la profunda humildad. La tristeza, si existe para algo, es precisamente para eso: para humillarnos.
Las personas tristes se sienten humildes.
Y yo esta noche me siento el menor de todos.