Cuando era chico pensaba que el tiempo y el espacio eran infinitos y que el campo de juegos del azar no tenía límite alguno. Dado que las posibilidades del destino son menos que infinitas, imaginaba que el interminable espacio-tiempo estaba plagado de repeticiones. Razonaba que la singularidad de mi propia existencia debía también de repetirse y que infinitas veces versiones análogas de mí mismo habrían tenido el mismo pensamiento en la eternidad que me precedía y otras tantas lo tendrían en el remoto futuro. Efectivamente, en un Cosmos sin límites todo sería posible. Hoy la ciencia ha demostrado que la eternidad no existe y que el Universo tiene un tamaño determinado. Estamos a (poco más, poco menos) 20 mil millones de años de que alguien apague la luz para siempre. Resulta sospechoso que nuestra Era transcurra justo a la mitad de la vida del Universo. Hoy queda perfectamente claro que cada amanecer es único, que todo cambia a cada instante y que nada volverá a ser como era. El regreso no existe. Cada adiós es definitivo. Cada segundo es, por lo tanto, único e irrepetible, un tesoro que conviene no desaprovechar. Me pregunto cómo hará la Esperanza para dejar siempre su huella en mi razonamiento. La Fe es una planta difícil de desarraigar.