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Kerigma

Sus ojos son grandes, redondos, luminosos, marrones y
bellos. Y cuando está, como ahora, a punto de llorar, parecen aún más
resplandecientes. Es es clase de belleza que te deja, de pronto, sin aliento.
Su piel blanca, tersa, suave, candorosa; recibe y devuelve,
de una forma primorosa, la luz de una única vela. Él la ve, sin embargo, con
los ojos acostumbrados ya a la semi penumbra. Está sentado, detrás de su
escritorio, súbitamente consiente de su propia desnudez. Se alegra de que el
voluminoso mueble de soberbio roble le oculte en parte el voluminoso cuerpo de
vergonzosa fofera. Escribe apresurado una carta, sabe que ella no lo dejará
tocarla hasta que esté rubricada la esquela. Es casi un acta de rendición. Seis
meses de batallas y escaramuzas, decenas o centenares de muertos y de heridos,
y él está a punto de terminar con todo con tal de poder poseer a esa belleza.
Su nombre es Alexandra, y es la enviada de la Reina.
Pero, mientras escribe, la mira. Ha visto cómo su rostro de
fiera en celo demudaba en esa expresión demasiado triste, demasiado dolorosa
como para ser posible. Ver un rostro tan hermoso como ese, habitado por un
dolor así, le parece un verdadero sacrilegio. Algo que, si este mundo estuviera
bien hecho, no debería pasar nunca. De pronto siente la cabeza despejada, el
ánimo tranquilo. Ve delante de él no a una hembra que es un derroche de belleza
y sensualidad; sino a una mujer, hermosa, y atosigada por sus demonios
interiores. Con alegría, con maravilla, con horror, se da cuenta de que la ama.
Se levanta entonces. Camina hacia ella, la ve reasumir su
falso papel de jovencita divertida, inocente y excitada al mismo tiempo; y él,
a conciencia, lo ignora. Mantiene la vista fija en la mujer que se vislumbra
detrás de esa máscara, aún triste y agobiada. Ella se da cuenta y le rehúye la
mirada.
Él sólo se queda en silencio, mirándola. Se han olvidado de
que están los dos desnudos. Se han olvidado: él de la esbelta figura de ella,
capaz de revivir a un muerto; y ella de su cuerpo de mamut lanudo, capaz de
matar a cualquier criatura con ojos y corazón sensibles a la idea de la
belleza. Desnudos, mas que de sus ropas, de la esclavitud de las formas; son,
de pronto, dos almas que se encuentran.
– Cuéntame, si quieres.
Ella sonríe, pero es una sonrisa que le vuelve casi cruel la
boca y que no le llega a los ojos. Es un gesto, él lo reconoce, de desprecio;
aunque no sabe si desprecio hacia él, hacia ella misma, hacia su pedido de
confesiones. Se quedan en silencio. Afuera, el viento aúlla. La tristeza de
ella se acentúa. Lágrimas silenciosas le caen por el rostro.
– ¿Qué pensaría usted, qué pensarían todos, si yo se lo  contara? Si yo pudiera abrir los cofres
cerrados de mi alma y rescatar de allí los recuerdos abandonados
intencionadamente; si pudiera recordarlo y contarlo todo, ¿qué pensaría? Hoy,
hace diez años, comencé a servir a la Reina como su embajadora. ¿Sabe cuántas
negociaciones he encabezado en este tiempo? ¿Con cuántos hombres y mujeres me
he acostado, las cosas vergonzosas que he hecho? ¿A cuántos he mandado a matar,
a cuántos he extorsionado, a cuántos he traicionado? Yo soy su mano. Hago lo
que ella no puede hacer para mantener en paz el reino. Hago lo que sea; lo que
haga falta. No podría contarlo todo aunque quisiera. Y si lo hiciera, no haría más
que ganarme su desprecio.
Y entonces, él le contesta lo que todo amante debería
contestar a la Mujer Amada, lo que todo padre debería decir a su hijo, lo que
todo amigo debería decir a sus amigos.
– Yo he venido a este mundo no para juzgarte; sino para amarte,
más allá de toda medida.