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La Comunidad

Roi estaba cansado. Había pasado tres cuartas partes del período de oscuridad trabajando sin cesar, y aún su progreso no lo conformaba. Quería terminarlo todo antes del amanecer, a fin de poder enseñar orgulloso su resultado cuando los demás despertaran. Sólo uno lo acompañaba en su vigilia: Danbo, quien a pesar de compartir con él casi la totalidad de su patrimonio genético –eran producto ambos de la unión de los mismos progenitores-, no podía tener un espíritu y una mentalidad más distinta a la de él. Roi era un muchacho sumiso y obediente, con una fe ciega puesta en la Comunidad. Danbo, por otro lado, no podía ser más escéptico ni que se lo propusiera.

– ¿Por qué no te vas a dormir, Roi? No terminarás nunca a tiempo y, aunque lo hicieras, no serviría de nada. Ya te he dicho que aquello de la Comunidad son puras patrañas. Cada uno de nosotros es un individuo diferente, una singularidad única de entre las millones y millones de combinaciones químicas que pueden darse en el Universo. Porque al fin y al cabo, eso somos: ADN que lo único que sabe hacer es replicarse. Todas las células de nuestro cuerpo, todas nuestras acciones, todo lo que hacemos sólo busca eso: perpetuar nuestro ADN. Por eso nos alimentamos, para que el ADN tenga material para replicarse. Nos abrigamos para que otras cadenas de ADN no destruyan la nuestra. Esclavizamos a las proteínas, los lípidos y a los hidrocarburos que nos constituyen sólo para eso: asegurarnos que nuestro ADN se pueda seguir replicando y nunca se extinga. Pero aún esto es algo inútil: todos sabemos que el Universo se terminará desintegrando al cabo de veinte mil millones de años o más, que toda la energía terminará disipándose, convertida a un estado del que no podremos recuperarla, que el Universo se expandirá tanto que todo apagará, se detendrá, terminará. Y de todas formas, jamás alguien de nuestra raza llegará a verlo. Moriremos antes por el colapso del Sol, o por la caída de un meteorito, o por algún cataclismo universal parecido. Ha sido una enorme casualidad cósmica que la vida se desarrollara e incluso que evolucionara hasta volverse inteligente, pero la suerte se nos terminará acabando tarde o temprano. Y si no lo hace, y aún hay vida por aquí o donde sea cuando llegue el momento del fin, tampoco será ninguno de nosotros. Será algún ser que haya evolucionado a partir nuestro, tan distinto como lo somos de un prión. La Eternidad no existe. Sólo existe este instante, este momento, nada más.

– Si es así, si nada importa, si colaborar con los demás no tiene sentido, ¿por qué te molestas en persuadirme? Haz tu vida y déjame vivir la mía – contestó Roi.

– Supongo que no puedo evitar las trampas que nosotros mismos nos hemos tendido para asegurar nuestra supervivencia – dijo Danbo -, el preocuparnos por nuestros similares ha sido también una estrategia evolutiva.

– ¿Es tan difícil para ti decir “te quiero, hermanito, duerme un rato?

Danbo sonrió. Miró el trabajo de su hermano y se sorprendió al verlo casi terminado.

– Ven, deja que te ayudo. No porque lo crea útil, sino para pasar el tiempo. Si me vas a mantener despierto toda la noche, mejor que sea para algo.

Bajo la experta dirección de Roi, Danbo fue esparciendo los pigmentos en el otro lado del muro. No entendía lo que hacía, simplemente seguía órdenes precisas y seguras. Cuando estaba dedicado a su tarea, Roi rebelaba una personalidad segura, firme, decidida, absolutamente opuesta a su pasividad y amabilidad constantes.

Aquel ínfimo período de tiempo previo a la salida del sol tuvo, de la mano del esfuerzo mutuo, el valor de una eternidad y cuando el primer rayo de luz rojiza brilló en el horizonte y todos se despertaron en el mismo instante, obedeciendo a una orden antigua e instintiva, la obra estaba terminada. Entonces, Danbo vivió el momento más importante de su larga y productiva existencia. Porque a medida que los miembros de la Colonia descubrían su obra, un abanico de emociones se despertaba en cada uno de ellos, multiplicándose en cada gesto y cada mirada, convirtiéndose en una hermosa experiencia compartida, en un alubión de agradecimiento, comprensión, alegría, sorpresa, exitación, esperanza. Y, embargado por esa sensación que Danbo sentía perfectamente presente, a pesar de que no encontrara razones lógicas por las cuales tal clase de empatía podía ser cierta, el mayor de los dos hermanos miró el muro y vio los cambios que había ayudado a configurar en él. Allí, mediante una astuta disposición de pigmentos sobre el material original de la pared, se lograba la ilusión de una hermosa imagen. En ella, podía verse perfectamente lo que para Roi significaba el ideal de la Comunidad: la unión de mentes, emociones, y esfuerzos, para configurar algo mucho más grande y mejor. No sólo se veía la historia de la raza y los logros conseguidos mediante la suma de aportes de una innumerable cantidad de individuos: también se veía lo que cada uno estaba sumando ahora a aquel Ideal y lo que, en el futuro, insospechadas personalidades también aportarían para el bien de todos.

Y entonces Danbo comprendió que la Comunidad no era una noción lejana e imposible, sino una realidad que se practicaba día a día, que podía sentirse en cada acción y en cada decisión. Entendió también que la Verdad Fundamental radicaba en ella, pues sólo la Comunidad existía más allá de las circunstancias y los individuos. La Comunidad estaba viva, nutriéndose de las buenas y de las malas acciones, configurándose y cristalizándose en su forma perfecta más allá de las imperfecciones de cada uno, dando sentido a la vida de todos. Y entonces, Danbo entendió algo más: que no eran ellos los que formaban y definían a la Comunidad, sino que era esta quien lo hacía con cada uno de ellos. La Comunidad era eterna, había existido y existiría siempre. Todo servía a ella, de todo era razón y causa. Entonces entendió más. Entendió que la Comunidad los había creado, que los había planeado a cada uno de ellos, a cada partícula de materia y a cada objeto del Universo. La Comunidad estaba viva y era Alguien. Ese Alguien debía tener un Nombre y un Propósito. Debía querer algo de cada uno de ellos.

Danbo se retiró al desierto durante un tiempo casi interminable, a pensar y reflexionar. Estuvo solo, haciéndose preguntas, intentado hablar con el viento y con el fuego, con la lluvia y con el Sol. Y lentamente empezó a entender el leguaje de la belleza y el silencio, a distinguir las sutiles huellas que el Creador ha dejado en todas las cosas. Aprendió a bucear en su alma hasta lo más profundo, hasta tocar aquella roca inamovible de su absoluta identidad y a comprender cuál era el Fundamento de todo.

Y una noche, clara y calurosa, cuando las Lunas ya se veían en el cielo y eclipsaban a las estrellas, Dios le habló.

 

Danbo se convirtió en el primer sacerdote y profeta de su pueblo.