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La vida es una moneda

Las olas lamían las rocas con pereza, y el chapoteo era ruidoso y constante. El lago era profundo, oscuro, frío e inmenso; crecía a los pies de la montaña como si fuera su líquida sombra. Hacía frío, a pesar de la fogata que habían improvisado en la orilla. El humo de la madera de pino se elevaba hacia el cielo plomizo e impregnaba el aire con el olor de la savia. Los lobos aullaban a lo lejos, quejándose al cielo por su sed y por su hambre. Por suerte las nubes no iban a dejar que se asomara la Luna.
El viejo miró de reojo, casi con disimulo, a los caballos. Éstos pastaban tranquilos en la sombra. Apenas se distinguía el reflejo de las llamas en sus ojos; y a veces en su pelaje, cuando se movían. Si las bestias estaban tranquilas, los amos también podían estarlo. Aunque se escuchaban cerca, los lobos debían estar bastante lejos. Y quizás –el viejo no lo creía, pero podía ser cierto-, lo que escuchaba ni siquiera eran lobos, sino alguna otra cosa. Quizás algo peor… o quizás no.
El joven también parecía tranquilo. Aburrido, cuidaba el fuego y despejaba el suelo para montar la tienda. En la semana que llevaban juntos, el viejo no lo había escuchado pronunciar ni una palabra. Había aparecido de la nada, en medio del bosque, sobre la grupa de su yegua blanca como la nieve. Él estuvo a punto de hablarle, pero el muchacho le hizo un gesto enérgico pidiéndole que se callara. Y desde entonces, cada vez que el hombre estaba a punto de abrir la boca, el joven lo conminaba a callar, como si en ello casi se le fuera la vida. Hasta que, en algún momento, el viejo dejó de intentarlo y se resignó a viajar en silencio.
A pesar de sus problemas de comunicación, el extraño viajero estaba preparado para lo que hacía. Se movía por ese terreno con aplomo y seguridad, encontraba siempre las sendas casi invisibles entre los árboles, y avanzaba sin dejar traslucir nunca ni la más mínima de las dudas. El viejo, como era lógico, no dejaba de preguntarse quién era ese joven y por qué estaba ayudándolo. Pero esa noche estaba cansado, el rumor del agua cercana lo tranquilizaba y, en algún momento, los lobos se habían callado. Decidió dejarlo estar por el momento y ayudar a su ocasional compañero a armar la tienda. Cuando terminaron, se acostaron de inmediato. Durante un momento el viejo se preguntó si habían cenado y no pudo recordarlo. De todas formas, no tenía hambre.
El sueño llegó rápido, pero pasó sin gloria. El viejo se despertó con la luz del amanecer, desconcertado, sintiendo que hacía sólo un segundo que se había dormido. El muchacho ya no estaba en la tienda. Al anciano no le sorprendió encontrarlo recogiendo agua en el lago, preparando todo para partir. Él por su parte recogió las mantas y desarmó la tienda. Fue a ver a los caballos y vio que estaban bien. El cielo seguía encapotado, y la luz del día se reflejaba en las nubes de una forma extraña, casi fantasmagórica. Mientras ataba el equipaje a la silla de la yegua blanca, el viejo se sorprendió a si mismo mirando nuevamente al muchacho. Era alto, atlético, de cabello rubio y ojos grises; un verdadero ángel. Comenzó de nuevo a meditar sobre su pertinaz silencio y la senda de sus pensamientos lo llevó a hacerse una pregunta que no se había hecho hasta entonces: ¿a dónde estaban yendo? ¿A dónde lo llevaba su misterioso guía?
Cabalgaron por una vieja senda que atravesaba el bosque durante casi todo el día. Al viejo le parecía que seguían siempre la misma ruta, pero a veces se sorprendía encontrando el sol en el cuadrante equivocado del cielo, así que dudaba bastante de su orientación. Pensaba todo el tiempo qué debía hacer, pero siempre llegaba a la misma conclusión: no tenía opción alguna. O seguía avanzando junto al misterioso muchacho, o dejaba que el bosque se lo devorara. Era una situación angustiante, absurda, pero inevitable.
Dando un largo rodeo, atravesando el bosque, el viejo se dio cuenta que estaban esquivando el lago y acercándose a la ladera de la montaña. Poco a poco el terreno fue haciéndose más escarpado y los árboles comenzaron a ralear. Finalmente pudo verse, lejos y arriba, la entrada ancha de una enorme cueva. Un resplandor anaranjado emergía de las entrañas de la montaña y se reflejaba en las paredes de la caverna. Al viejo le pareció ver, aunque no estaba seguro, alguna especie de inscripción allá arriba, en la roca.
Sin embargo, la nieve y la cueva, la montaña y las alturas estaban aún mucho más lejos que lo que él hubiera pensado. Tardaron un par de horas en acercarse lo suficiente como para tener un panorama claro de lo que había por delante. Pero pronto el anciano dejó de preocuparse por eso, porque allí ante sus ojos y tan lejos como la distancia de su nariz al suelo, comenzó a ver algo mucho más inquietante.
Había rostros en las piedras que cubrían la ladera de la montaña. Rostros de mujeres, hombres y niños; de ancianos con lentes y de pequeños bebés de pecho. Finalmente, comenzó a darse cuenta de que podía reconocer muchos de esos rostros. Más tarde se convenció de que podía reconocerlos a todos. Eran todos los rostros de su vida. Todas las personas que alguna vez vio por la calle, o en una noche en el teatro; los rostros de sus familiares y amigos, y los rostros anónimos que creía olvidados. Todos los rostros del mundo, todos los que él había llegado a contemplar, estaban esculpidos en esas pequeñas rocas que llenaban el suelo. Y, de alguna forma, el viejo supo que eso estaba bien.
Volvió a mirar al muchacho. Su rostro no estaba en ninguna roca, por supuesto. Parecía apuesto como un ángel y lo conducía en silencio por esa senda misteriosa. De pronto, el viejo supo quién era aquel joven y hacia dónde estaban yendo. Se sintió en paz y se dejó llevar. De todas formas, ya estaba cansado.
El viejo leyó en silencio y sin sorpresa las palabras que adornaban la entrada a la caverna: “Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate”. Miró a Hermes, su compañero de viaje, y le agradeció con un sencillo gesto la ayuda prestada. Y entonces, por fin, abrió por primera vez la boca desde que se había encontrado a sí mismo en medio de la nieve, perdido en ese mundo extraño. Se sacó de debajo de la lengua la moneda que debía dar al barquero, esa que Hermes se había asegurado de que no perdiera por ahí, y se encaminó hacia la entrada del Infierno.
El muchacho se quedó aún un momento viendo cómo el viejo se convertía en una sombra más de las muchas que habitan el inframundo. Después, espoleó los costados de su yegua y se lanzó bosque adentro.

Ese día aún le quedaban cientos de almas que recolectar.