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Memorias

 

Vuela, cae, rueda, se desplaza, se desliza y otra vez, cae.
Aire. Una espera anhelante, una caricia del viento en su superficie vieja y
fría. Un golpe, otro. Una caída. Y de nuevo rueda, ahora vertiginosamente,
desandando la ladera con furia, partiéndose contra las imperfecciones del
asfalto, desmembrándose como un meteorito que entra en la atmósfera. La roca se
astilla, rebota, vuelve a caer, animada de pronto tras siglos de quietud y de
espera. La ruta es larga, el camino es sinuoso y extenso, se pierde detrás de
una serie de horizontes sucesivos: curvas que va haciendo la montaña y que la cinta
de negro asfalto trata de seguir. Finalmente, un golpe mal dado la precipita al
vacío. Otra vez, la caricia del viento.
Ve pasar los pinos silenciosos, clavados en un nido de
rocas, apenas sostenidos sobre la fina capa de tierra-mugre que los recubre.
Adivina un rumor de aguas allá abajo, en la oscuridad de ese valle que el sol
no llega a tocar casi nunca, tan enterrado entre los pliegues imposibles de la
montaña. La roca despide una constelación de gotas cuando quiebra la tensión
superficial del agua, hundiéndose. Cae a una profundidad aún más oscura,
limosa, asfixiante. El barro de las profundidades la devora, pasará siglos de
nuevo quieta, enterrada, anónima.
Los eones pasan sobre el mundo. La galaxia da vueltas sobre
sí misma, los terremotos cambian la forma de los montes, pero milagrosamente el
río no se seca. Recién cuando el sol crece demasiado las aguas comienzan a
evaporarse y el terreno limoso se compacta en un barro resquebrajado y seco. El
viento, poco a poco, desentierra la roca. Unas manos, un día, la alzan de la
tierra.
No son manos humanas. Los humanos hace tiempo que ya no
caminan por el mundo. Las manos recorren la superficie de la roca, buscan los
sitios donde algún golpe le arrancó una astilla, o la región que quedó apenas
expuesta a la caricia constante de las aguas y está redondeada y pulida. El ser
la pone en una bolsa donde hay una constelación de baratijas diversas. Unas
horas más tarde, los desperdicios se derraman sobre una superficie de metal.
Algún dispositivo incomprensible, animado por una tecnología imposible siquiera
de concebir, les extrae de una manera casi mágica toda la información que
puedan llegar a guardar.
La roca ve una proyección etérea, holográfica, pero también
indefinida, una proyección donde también hay sonidos y olores y sensaciones
percibidas con sentidos que ningún humano podría llegar a experimentar nunca;
ve allí toda su historia. La historia que ella misma ha olvidado.
Ve lo que sucedió antes de la ladera. Ve estrellas
distantes, olvidadas, explotar. Ve nubes de gases recorrer sin sentido el vacío
durante eternidades sin tiempo. Ve los átomos aglutinarse, ve los granos de
fino material que la componen compactarse a lo largo de las eras. Ve los
millones de años atrapada en alguna capa oscura del manto de la tierra. Ve la
cantera que la sacó a la luz. Ve el cincel que la separó de la roca grande que
había sido. Ve sus viajes a bordo de camiones y carretillas. Pero ve también, a
los hombres que empuñan las herramientas, ve a los choferes de los vehículos,
ve incluso a los insectos que se arrastraban en el pasto al costado del camino
en uno de sus muchos viajes. La máquina reconstruye la realidad que ya no
existe hace tiempo con una precisión increíble. La roca se ve abandonada en la
ladera, ve su nuevo letargo de años de quietud. Y ve, por fin, el motivo
desconocido de su propia caída: ve a un niño que, inocente, la toma en sus
manos, aún dormida, y la arroja al vacío.
Otras baratijas pasan por la máquina. Restos de alguna
herramienta, otras rocas olvidadas, fósiles de especies que no existen hace
demasiado tiempo. Sus historias reviven, maravillosamente, en un derroche de
detalles, de datos, del prodigio imposible del recuerdo. Los seres que operan
las máquinas guardan toda la información, la catalogan, la estudian y la
comprenden. Son casi como ángeles, piensa la roca. Son seres que,
sencillamente, han venido a perpetrar un milagro.
Han venido, sencillamente, a abolir el olvido.