El Viejo Juan podría haberse llamado John, Joan, Yohanan, Chuan, Jean, João, Giovanni, Ioan, Johannes o Yuhanna. Era uno de esos hombres que no pertenecen a ninguna raza ni a ningún pueblo, sino sólo a la tierra en la que habitan, como si las nacionalidades no existieran. Su único idioma era el del clima y la siembra, su única preocupación la del grano y la sequía. Tenía los ojos pequeños y miopes, llevaba sobre la cabeza un gorro de paja y su nariz era ancha, colorada y redonda, deformada por el abuso del alcohol. El pelo cano le crecía sólo en la periferia del cráneo, en mechones desordenados y largos. Su soledad era absoluta.
Un día como cualquier otro despertó cuando el Sol estaba alto en el cielo, con los tambores de la resaca taladrándole el entendimiento. Con paso distraído rodeó el granero, dispuesto a echarse una meada en la letrina, cuando notó que algo andaba mal. Miró hacia su derecha y se le pasó la jaqueca, el embotamiento del sueño, se le pasó todo. Un terrible espanto, visceral y profundo, se adueñó de él inyectándole torrentes de adrenalina en la sangre. Lo que veía no podía ser, pero lo veía. Su cerebro trataba de entender, pero no había caso. Aquello era aterrador. A diez metros de él no había nada.
No es que no había nada inusual, nada fuera de lugar, no… no había nada. Siguiendo una línea recta y perfecta, el mundo se acababa ahí, a pocos pasos de él. Detrás de esa frontera sólo había una oscuridad impenetrable, profunda y total. No era el vacío del espacio con sus millones de estrellas, sino un negro absoluto, imposible. De horizonte a horizonte, era como si alguien hubiera puesto un objeto gigantezco y liso cuya superficie era capaz de absorber toda luz, toda percepción se anulaba ahí no más. Era el borde mismo de la existencia.
El viejo se acercó cautelosamente. Pensó en asomarse para ver si descubría un corte transversal del terreno donde estaba parado, o quizás de toda la Tierra, pero temió que si asomaba la cabeza por más allá de la línea de la nada, ésta dejara de existir. Para comprobar esa teoría, tomó un rastrillo y lo adelantó. Apenas llegado al punto exacto donde comenzaba la negrura, el objeto desaparecía. Cuando lo retiró vio que estaba cortado en esa línea. El extremo estaba pulido, un corte perfecto.
Aquel experimento fue todo lo que su mente pudo soportar. Agotados los recursos del razonamiento, el viejo salió corriendo con todas sus fuerzas. Abandonando casa y hacienda, se fue al ritmo que le imponía el límite de su resistencia. Se alejó sin mirar atrás ni una sola vez, presa del miedo, desesperado, enloquecido. En algún momento tropezó, cayó de boca al suelo y pensó que el corazón le iba a estallar. Apenas si se quedó dormido.
Cuando se despertó y miró hacia atrás, volvió el espanto. La línea de oscuridad que se devoraba al mundo estaba, de nuevo, a sólo diez metros de él. Sin pensarlo, retrocedió un paso. La negrura avanzó un paso.
Se quedó absolutamente inmóvil, razonando que cada palmo de terreno que él se alejara, era un palmo de terreno que dejaba de existir para siempre. Por las dudas, se acercó para ver si la singularidad retrocedía, pero no funcionó. Lo que se devoraba, no lo devolvía.
Se sentó en el suelo, asustado. No quería que, por huír, a él se le endilgara el Fin del Mundo. Pensó que si se iba, tarde o temprano llegaría al mismo punto -dándole la vuelta a la Tierra- y que, como un perro fiel, aquel fenómeno lo perseguiría hasta encerrarlo entre dos muros negros. Entonces, todo se habría perdido.
Estaba en un páramo desolado. No había agua cerca, ni alimento. No era un buen sitio donde detenerse. Pero por su hambre no iba a dejar que esa oscuridad se devorara ni un metro más de tierra, así que no se movió, dispuesto no más a morir de inanición y sed en ese sitio.
Pasaron dos días y para entonces, estaba al borde de la demencia. Por mucha voluntad que le ponía a la cuestión, estar ahí sentado sin hacer nada era insoportable. Su cuerpo le exigía agua, alimento y abrigo. Finalmente se cansó y tomó una decisión absurda.
De un salto, se internó en la oscuridad.