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Nostalgia

—En algún momento de tu vida vas a tener que aceptar la triste realidad: ella no va a volver nunca.

Me quedé mirando el suelo. No me gustaba hablar de mis miserias. Pero, al mismo tiempo, necesitaba ventilarlas: por dentro eran como un animal lleno de garras, dispuesto a destrozarme.

—Lo sé — dije. —Tampoco estoy seguro de querer que vuelva. Pero estar así es doloroso. Muy doloroso. Necesito salir del lugar en donde estoy.

—Hacé otra cosa. Salí a caminar, empezá el gimnasio, empezá terapia, juntate con amigos… cualquier cosa. Recuperá alguna vieja amistad. Eso es lo que podés hacer. Te va a hacer sentir rejuvenecido. Buscá a alguien que pertenezca a una etapa feliz de tu vida y andá a buscarlo. Date un baño de nostalgia.

«Recuperar una vieja amistad», era un consejo que no me habían dado nunca. Muchas veces me había tocado lidiar con el dolor a lo largo de mi vida, y esa era una estrategia que jamás había probado. Decidí que tenía algo de mérito, así que empecé a pensar cómo ponerla en práctica.

El problema es que suelo ser brutal. De las cosas que me quedan de haber sido católico, una de ellas es la enseñanza de Jesús en el Evangelio de Mateo, Capítulo 18, versículos 8 y 9: «Si tu mano o tu pie son para ti ocasión de pecado, córtalos y arrójalos lejos de ti, porque más te vale entrar en la Vida manco o lisiado, que ser arrojado con tus dos manos o tus pies en el fuego eterno. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo y tíralo lejos, porque más te vale entrar con un solo ojo en la Vida, que ser arrojado con tus dos ojos en la Gehena del fuego». Yo lo interpreto como que no hay que dar vueltas, y si algo te hace mal, lo tenés que cortar y listo. Esa estrategia, a largo plazo, no es muy compatible con tener viejas amistades que uno pueda recuperar.

Estaba ante un verdadero dilema, lo cual me complacía, porque mientras pensaba en cómo resucitar a una vieja amistad, no pensaba en ella ni en las miserias que me atenazaban el corazón cotidianamente. Al final, tuve una revelación.

Me levanté una mañana temprano, a pesar de que no había pegado un ojo en toda la noche —llorar hasta deshacerse es un trabajo que toma horas—, y me subí al auto. Manejé casi sin pensar, haciendo un recorrido que hacía a diario. Llegué a la casa de mi madre, en la que viví la mayor parte de los años de mi vida.

En aquel tiempo la casa estaba siendo refaccionada, pero como era fin de semana, los albañiles no estaban. El interior, revuelto por las obras, olía a mezcla fresca y a polvo de ladrillo. Subí la intrincada escalera que llevaba hasta el altillo, y, armado con una linterna, busqué mi camino por un centenar de cajas amontonadas.

Tardé mucho. Sabía lo que quería, pero estaba por partes, diseminado en cajas cuya ubicación y orden obedecían a la cronología en que había sido rellenadas y archivadas. Buscaba nueve objetos distintos, similares entre sí pero que variaban en forma, tamaño y edad. Algunos eran realmente antiguos, y otros inmaculadamente recientes.

Finalmente hallé los nueve. Los puse en dos bolsas y me sorprendí al notar lo mucho que pesaban.

Manejé hasta mi casa contento de haberlos encontrado.

Subí otra escalera, menos intrincada y más espaciosa, y llegué a mi habitación. Allí, contemplé los objetos que había recuperado: “El Pistolero”, “La Invocación de los tres”, “Las Tierras Baldías”, “Mago y Cristal”, “El viento a través de la cerradura”, “Los Lobos del Calla”, “La Canción de Susana”, “La Torre Oscura 1”, y “La Torre Oscura 2”.

Había llegado el tiempo de recuperar una vieja amistad: La de Roland Deschain, y su Ka-Tet.

“El hombre de negro huía a través del desierto, y el pistolero iba en pos de él”.