El sol caía a pico sobre el valle, y doce mil ojos, de un lado y del otro de la hondonada, estaban fijos en tres figuras que se distinguían allí, en el fondo, cerca del torrente. El que estaba más cerca del río era joven, rubio y pequeño, hermoso como un ángel sin alas. Precediendo a su señor, a pocos metros se encontraba el escudero, con su cabello negro como el carbón y una mueca de desprecio constante en el rostro. El tercero era un gigante, un hombre de casi tres metros de altura cubierto de metal y armado hasta los dientes. Entre él y el pequeño se decidiría el futuro de la batalla, y quizás el de ambas naciones… y del Mundo.
Goliat sudaba a mares bajo su armadura. Era pleno verano, el río había retrocedido en su cause y el desierto se había agigantado. A sus espaldas, miles de filisteos lo vitoreaban anticipando una victoria sencilla. Pero algo se agitaba en la boca de su estómago, como un mal presentimiento que, disfrazado de serpiente, le carcomía las entrañas.
David estaba tranquilo. Probó con la yema de su dedo el agudo filo de la piedra de río que había elegido como munición. «Dios ha afilado esta piedra para mí», pensó el pequeño pastor. «Durante miles de años la ha dejado en el fondo del río para que este la aplaste, la aplane y la afile. Ahora, por medio de este humilde instrumento, Él manifestará su gloria y matará al gigante».
La honda se estiró con el peso de la piedra, pendulando a la altura de la rodilla de David. Era la hora perfecta, la hora sin sombras. David se sentía ligero, liviano, y un optimismo irracional le llenaba el pecho de esperanzas. Goliat se movió de pronto. Corría hacia él.
Era como si una montaña de metal se derrumbara de pronto. La mole inmensa del filisteo se acercaba con su estruendo de bronce y hierro y David no tuvo demasiado tiempo. Alzó el brazo sobre la cabeza, lo giró dos veces y soltó una de las cuerdas de la honda. La piedra, a decir verdad, salió volando para cualquier lado.
Pero nadie necesita puntería cuando pelea del lado de Dios. El escudero de Goliat vio claramente cómo el proyectil describía en el aire una curva gentil pero poco realista, para terminar incrustándose en la frente de su amo. Lo vio caer y, presa del pavor, salió corriendo de allí tan rápido como se lo permitieron sus piernas.
Muchos años después, otro filisteo cobarde que huyó aquel día se lo encontraría a orillas del mediterráneo, a punto de embarcarse en un buque mercante ateniense. Embargados por la vergüenza, los dos hicieron como que no se vieron.
Ni lento ni perezoso, David corrió hacia el cadáver de Goliat y, para asegurarse de que estuviera muerto, le quitó la espada y le cortó la cabeza. Los judíos, al ver al campeón de sus enemigos completamente derrotado, atacaron con loca violencia. Los corrieron a los filisteos hasta la puerta misma de sus ciudades, dejando en el camino un mar de muertos.
Esa noche, en el campamento del Rey Saúl, cuando sus amigos, hermanos y compañeros habían sucumbido al fin al sueño, después de un festejo embriagador, David se retiró, solo, a la orilla del río. Allí templó su arpa y le sacó sonidos que se llevó para siempre el viento. Las que sobrevivieron fueron las palabras inspiradas que cantó para Dios aquel día.
«Yo te amo, Señor, mi fortaleza…»