Por todas la esperanzas que guardabas en la luz de tus pupilas, por cada sonrisa tuya que fulguró al amanecer, como relámpagos fugaces de una lejana tormenta marina. Por los abrazos, sólidos como roca, ejecutados con brazos nudosos y recios como ramas de duro roble. Por las trasnochadas charlas con las que pasamos mil y una noches de guardia al calor de la fogata, pensando en nuestros hijos y nuestras mujeres ausentes. Por el odio que supiste dominar cuando aferrabas la espada, mientras alguno de los chiquillos reclutados por el enemigo intentaba herirte. Por la mansedumbre innata de tu espíritu, esa que te permitía calmar a los caballos nerviosos, o encontrar la paz y el aplomo en el corazón de los que marchaban al encuentro de la muerte. Por haber sabido hallar las palabras que inspiraron tanto heroísmo y tantas gestas. Por haberte acordado de mí cuando nos tapaba la nieve, y haber vuelto a rescatarme. Por todo ello y por mucho más, levanto la copa de oro que hice forjar a tu nombre. Que tu espíritu encuentre la senda que lleva al Bosque Eterno, ese donde las bayas son siempre dulces y las aves cantan de sol a sol. Cuando las Alturas reclamen el alma vieja que me habita y deje para siempre esta prisión de carne, cuando dejen de preocuparme las idas y las venidas de este mundo, como un pájaro ligero iré a buscarte. Encenderemos otra fogata y nos quedaremos, en silencio y quietos, oliendo el pino que se quema y mirando las nubes vaporosas de las galaxias lejanas. Dejaremos que sobre nosotros pase el tiempo, como las caudalosas aguas de un río y esperaremos a que el Universo termine de dar todas sus vueltas. Y cuando ya no quede más nada que quemar, cuando la materia pierda coherencia y se apague el último sol, seguiremos allí, sin decir nada, porque todas las palabras y los perdones, todas las caricias y los abrazos, todas las explicaciones y las palabras de admiración ya habrán sido dichas, y hechas y dadas y sólo quedará nuestra amistad, la única luz que brillará por siempre.