—91 —dijo John. —Y sigue bajando. Thomas no lo miró, su vista estaba fija en la pantalla de navegación. Tenía el ceño fruncido y el cuerpo rígido, mientras trataba de mantener un perfecto control sobre la nave. Empuñaba con tanta fuerza la palanca de mandos que las venas de sus antebrazos y de su frente parecían a punto de estallar. —90 —informó John, casi en un susurro. Thomas podía verlo. Avanzaba inexorablemente, girando a la luz del sol: una roca inmensa, de varios kilómetros de diámetro, y de forma casi esférica. La superficie del asteroide que se abalanzaba sobre ellos estaba fuertemente maltratada por millares de cráteres de impacto. Si no hacían algo, pronto iba a tener uno más.