Hace unos 40.000 años nuestra raza, tras haber superado el duro invierno volcánico que generó la explosión del volcán Toba, llegó a Europa proveniente de África. La habitaban unos seres más bajos, de piel más clara y cabeza más achatada. Tenían enormes narices y grandes músculos, pero también cerebros tanto o más complejos que los nuestros. Unos enormes arcos superciliares proyectaban hacia adelante sus cejas, protegiéndolos del brillo del sol sobre la nieve. Eran un pueblo antiguo, que había encontrado en las cuevas y los valles del Viejo Mundo su lugar. Durante al menos 5.000 años —quizás hayan sido incluso hasta 10.000—, convivimos con ellos. Con otros seres capaces de enterrar a sus muertos, de hablar lenguas complejas, de usar herramientas y de vivir en sociedad. La suya era una cultura primitiva, pero más avanzada que la nuestra en ese momento.
Al mismo tiempo, en Asia, algunas ramas del Homo Erectus aún habitaban las interminables estepas. En Oceanía, razas de humanos pequeños, llamados Homo Floresiensis, intentaban sobrevivir cazando elefantes enanos. Nadie sabe a ciencia cierta si no había otros humanos entonces en el mundo, de los cuales, quizás, no hayan sobrevivido ni siquiera los huesos.
Lo cierto es que, en aquel tiempo, estaban ellos y estábamos nosotros.
Y que, de alguna forma, ellos desaparecieron, y nosotros no.
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Hébel estaba cansado. Había estado cazando todo el día, pero sólo había conseguido atrapar a un conejo flaco y con poca carne, quizás —en años de conejo—, tan viejo como él. Sus cinco décadas de vida lo habían debilitado. Ya no podía empuñar la lanza con fuerza ni arrojar las boleadoras. Cazaba con la honda y a veces ponía trampas, pero su habilidad para construirlas dejaba mucho que desear.
La que había sido hábil con las manos era su madre. Sabía trenzar cuerdas finas pero fuertes, hacer adornos con huesos y caparazones, y construir trampas mortales y certeras. En eso, Hébel no se le parecía en nada. Nunca se había tomado el tiempo necesario como para perfeccionar las artes manuales: él era un cazador, un guerrero. Si le hubieran dado a escoger entre tener que trenzar una cuerda o enfrentar solo a un oso en su propia cueva, hubiera escogido siempre lo segundo.
O al menos, así hubiera sido en otra época. Ahora, le fallaban las fuerzas. Le faltaba el aliento con frecuencia —a pesar de su nariz, ancha como un puño—, y a veces tosía sangre. Algo se lo estaba devorando por dentro. El hambre lo había reducido a poco más que un saco de huesos, pero era incapaz ya de cazar buenas presas.
Cada noche, cuando se iba a dormir, pensaba si esa no sería la última vez.
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A veces le tentaba la idea de comer alguna fruta, o alguna raíz, pero no conocía bien las plantas de aquel bosque. Estaba muy, muy lejos de la arboleda donde se crió. Pero no era sólo eso: el mundo, además, había cambiado.
Ya en tiempos de su abuela, las plantas de las que su pueblo se había alimentado por generaciones enteras estaban empezando a escasear. Ahora, crecían desde el suelo criaturas nuevas y desconocidas, vegetales extraños pertenecientes a un mundo extraño, en el que cada vez hacía más y más calor, y en el que el clima había empezado a mostrar brutales variaciones. Cuando él era pequeño, siempre hacía frío. Ahora, había épocas en que el calor se volvía insoportable, y otras donde la nieve regresaba para dominarlo todo.
Era difícil comprenderlo y difícil adaptarse a ese mundo en constante cambio.
De todas formas, aquella era la menor de sus preocupaciones.
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Estaba solo. Seis meses atrás, una brutal avalancha había sepultado viva a la tribu entera. Sólo él logró salvarse, de pura suerte. Por mucho que se desesperó, lo único que pudo sacar de la nieve fueron cadáveres. Mujeres, hombres, niños… todos habían muerto.
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Desde entonces había caminado sin rumbo, sin demasiadas ganas ni de vivir ni de morir, haciendo sólo lo que se suponía que debía hacer: comía cuando tenía hambre, cazaba cuando le faltaba comida, dormía cuando se lo pedía el cuerpo. Pero, poco a poco, sus costumbres se iban haciendo más y más flexibles, a medida que no las reforzaba el contacto con los demás.
Se fue dejando estar, se debilitó. Y, ahora, la muerte lo corroía por dentro.
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Eventualmente abandonó el valle donde habían vivido durante años. Era demasiado doloroso pasearse por los bosques y los arroyos donde su gente había llevado adelante su pacífica existencia, con recuerdos tristes asaltándolo en cada rincón. Encontró un paso entre las montañas y lo descendió, buscando el mar.
Inconscientemente, se estaba metiendo en el territorio de los Cabezas Altas, pero ni siquiera pensó en eso.
Sólo quería escapar de sí mismo, y dejar de llorar.
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Se sentó sobre la hojarasca y apoyó pesadamente la espalda contra una roca, lanzando un suspiro. Miró a su presa con ojos de cocinero y se dio cuenta de que casi iba a perder más energía desollándola, que la que iba a ganar comiéndola. Pero, la había cazado, y ahora tenía que hacer algo. Tomó su cuchillo de piedra y, con una sorda queja, se levantó. Resoplando, colocó al conejo sobre la roca y empezó a vaciarlo. Era la hora más calurosa de la tarde, y él se sentía mal.
De pronto, escuchó algo. Se dio vuelta de prisa, pero no vio nada. Sus sentidos estaban alertas, listos para enfrentar cualquier amenaza. Escuchaba movimientos en el bosque, alguien caminaba hacia él. Por un momento deseó que fuera su hermana, que regresaba de la muerte para decirle que es todo mentira, que nunca se terminará la vida, que nunca seremos olvidados, y que la injusticia no existe.
Pero no era ella.
Era uno de los Cabezas Altas.
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Qáyin se detuvo en seco al verlo. El Cabeza Plana estaba acuclillado sobre una roca teñida de carmesí, con las manos y el cuerpo manchados de sangre. Sus ojos claros parecían estar llenos de temor y de luz. Era fascinante el efecto que producían al verlos. Sus cejas descansaban sobre unos arcos superciliares enormes, sumiendo su mirada en unas profundas sombras que acentuaban el brillo natural de la mirada. Era bajo, de brazos y piernas cortas. Tenía una enorme nariz que le ocupaba casi la mitad del rostro. Qáyin ya había visto a otros de su raza. Eran seres inteligentes, valientes, respetables. Sus tradiciones eran antiguas, sus espíritus poderosos. Su tribu los imitaba. Muchas de las herramientas que Qáyin usaba, de las armas con las que cazaba, y de las ropas que vestía, eran imitaciones de las de ellos. Cuando él era pequeño se los veía por todas partes, pero últimamente eran escasos. Hacía más de seis meses que no veía a ninguno. Se acercó lentamente y el Cabeza Plana no se movió.
Quizás, porque no tenía a dónde ir.
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Ninguno de los dos se molestó en decir nada, sabían de sobra que no se entenderían. Tanto para el pueblo de Hébel como para el de Qáyin estaba prohibido aprender o hablar la lengua de los otros. Tampoco intentaron gestos, porque los consideraron inútiles. Pensaban que no podían razonar entre sí, que jamás se comprenderían. Se quedaron allí, bajo el abrazo insoportable del sol, mirándose. Una brisa suave del mar trajo nubes ligeras que surcaban el cielo como perezosas balsas. En lo alto, un halcón buscaba presas con su infalible mirada.
Y Qáyin y Hébel se miraban uno a otro, sin decir nada.
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Qáyin fue el primero en moverse. Lentamente regresó sobre sus pasos y se internó en el bosque. Hébel, sintiendo que su corazón latía con increíble fuerza, retomó su tarea, aunque ahora tenía menos hambre que nunca.
Se quedó pensando en aquella criatura que había visto. Hacía muchos años, cuando aún era un niño, había presenciado una fuerte discusión al respecto de los Cabezas Altas. Algunos hombres de su tribu los acusaban de asesinos. Decían que, si sorprendían a algún hombre alejado de su grupo y podían darle muerte sin esperar represalias, lo hacían. También se los acusaba de robarse las presas de los cazadores y de arruinar las cacerías haciendo ruidos y molestando a las manadas. Aseguraban que otras tribus habían entrado en guerra contra ellos y que estos extraños las habían exterminado, una tras otra.
Pero su padre, el jefe del grupo, había llamado a la paz. Poco a poco empezaron a perder contacto con otras tribus, empezando por las que se asentaban más al sur. Cuando él ya contaba tres décadas, la situación era verdaderamente alarmante. Todas las tribus estaban desapareciendo, y nadie sabía a ciencia cierta qué pasaba… pero lo sospechaban.
Sospechaban que eran los Cabezas Altas que estaban matándolos, tribu tras tribu.
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Pero no a la suya. A ellos, se los había llevado una avalancha brutal que había surgido de la nada, arrastrando árboles, rocas y gente. A veces, de noche, se despertaba sintiendo en sus huesos el rumor atronador del alud, la opresión del entierro, la angustia por volver a ver la luz del sol. Aún ahora le parecía oírlo, como si se acercara desandando la ladera de la alta montaña a cuyo pie estaba.
De pronto, se dio cuenta de que no era ni sueño ni recuerdo: estaba sucediendo otra vez. Miró hacia arriba y vio una nube blanca que iba arrasando con todo. Pensó en correr, pero ya era tarde. De todas formas, no tenía ganas de vivir.
La avalancha lo cubrió y, casi diez horas después, Hébel estaba muerto.
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Qáyin lo vio todo desde la cima de la montaña. Jamás sospecharía que aquel era el último de los Cabezas Planas, ni que algunas generaciones más tarde aquellos seres extraños, tan parecidos y al mismo tiempo tan distintos, habrían sido olvidados. Que tardaríamos más de siete mil años en encontrar sus restos y en reconocerlos como a hermanos perdidos que se fueron hace una enormidad de tiempo. Pero en ese momento, bajo el brillo del sol y en la cima de aquella montaña, Qáyin pensaba en su victoria. Se preguntó si lo felicitarían en su tribu, si le dedicarían la comida de esa noche, si volvería a recibir todos aquellos honores. Al fin y al cabo, sólo se celebraban las primeras palabras, la primera caza, las primeras nupcias. ¿Cómo sería esta vez?
Porque, en realidad, no era la primera vez que, causando una avalancha, se deshacía de esos molestos Cabezas Planas.